Los enormes costos de la desconfianza

En sociedades civilizadas, con instituciones funcionales y ciudadanos respetuosos, la confianza hace que la convivencia sea armoniosa y fluida, facilitando emprendimientos y obras en beneficio común.

Con el crecimiento consecuente y el mayor bienestar de las mayorías, el robo, la corrupción y el crimen no desaparecen, pero son la excepción, y no la regla. Así se dinamizan las decisiones y transacciones diarias de los hombres y mujeres que compran, venden, trabajan, transitan, invierten y desarrollan proyectos o negocios para vivir y prosperar.

La desconfianza es todo lo contrario. Es un sentimiento en el que predomina la sospecha de que la información recibida es falsa o engañosa. Dichos y hechos se evalúan de forma preconcebida para demostrar intenciones posiblemente irreales y adoptar reacciones defensivas.

La corrupción, el robo y el delito ya no son la excepción, sino la regla. “Piensa mal y acertarás” es el lema del reino de la mala fe, donde a las personas confiadas se les considera tontas o ingenuas.

La desconfianza absoluta solo existe en Estados fallidos. Y el paraíso de la confianza total es el otro extremo teórico de un continuo en el que el respeto a la ley y el orden está de por medio.

El ambiente perturbado que se respira en el Perú es de una desconfianza expansiva. Políticos, sistema de justicia, contraloría, policía, burocracia, profesionales, empresas, medios y ciudadanos, todos contribuyen a contaminar el río caudaloso de la suspicacia porque creen que todos hacen lo mismo: aprovecharse y protegerse de los demás. Es una pandemia que, en lo político –y por tanto, en lo económico– solo puede conducir a la parálisis y los conflictos, principales causas del retroceso y envilecimiento de la vida pública. Y esta vida pública se caracteriza por la polarización, la crisis y la crispación.

Cabe preguntarse si nos encontramos ante un despeñadero sin retorno, pero la respuesta es no. Depende de la acción de individuos, de personas que aparecen providencialmente.

Veamos. La corrupción en Brasil parecía estar condenada a la impunidad hasta que surgió el juez Sergio Moro, cuya decencia, determinación y compromiso con la justicia pusieron coto a un sistema endémicamente complaciente, si no corrompido. Una persona dio vuelta a una tendencia que parecía irreversible.

Otro caso: Emmanuel Macron, el nuevo presidente de Francia, es un político que no tenía partido. Fundó uno novísimo para luchar contra un populismo antisistema, una corriente antieuropea, un terrorismo lacerante y una fuerte islamofobia. Era un ambiente ideal para el Frente Nacional, de ultraderecha, pero lo derrotó contundentemente. Más aún. Gracias a la racionalidad del sistema electoral francés –en el que primero se elige al jefe de Estado y después al Parlamento– Macron logró que sus compatriotas le den una aplastante mayoría congresal que ha minimizado a los partidos tradicionales.

Moro y Macron no son improvisados. Son hombres públicos moralmente bien formados, profesionales destacados y honestos que hacen lo que consideran correcto. Y que saben comunicar, transmitir fe y determinación a la sociedad. Ellos han querido y podido dar la vuelta a sistemas que parecían vacunados irremisiblemente contra el cambio.

La historia demuestra que pocas cosas son fatales, y que son las personas las que hacen la historia. Nosotros también soportamos y superamos las plagas confluyentes del sanguinario terrorismo senderista y la hiperinflación –más de 7.000%– que coronaba el caos económico y social de fines de la década de 1980.

Pero es preciso abrir bien los ojos. No solo somos capaces de salir del abismo, sino también de caer en él. Y la mala política suele ser el comienzo del desastre porque el comportamiento paranoide y confrontacional de los poderes públicos interrumpe –como está ocurriendo– la colaboración indispensable para que la Política, con mayúscula, sea un instrumento del bien común, y no de lo contrario.

[©FIRMAS PRESS]

Más relacionadas