Odebrecht, ¿hasta cuándo?

Y eso es lo que ha sucedido. A los pocos meses de dicha detención, la justicia brasileña abrió una investigación al expresidente Lula, y hace poco fue condenado a 9 años por varios delitos contra la administración pública. Si la condena a Lula es ratificada por el tribunal de alzada, irá a parar a una celda contigua a la de Marcelo. Cosas similares están ocurriendo en Colombia, Argentina, Panamá, Perú –donde el expresidente Ollanta Humala y su esposa están arrestados, y el expresidente Toledo tiene orden de detención–, así como en otras naciones.

No deja de sorprender cómo en una región conocida por su fragilidad institucional, y donde la corrupción parece ser un signo de distinción, las instituciones republicanas, como es el caso de sus legislaturas, contralorías, fiscalías y, en especial, sus tribunales, hayan reaccionado como lo están haciendo ante el caso Odebrecht. En parte se debe a los procesos de modernización de sus sistemas judiciales que habían venido ocurriendo en esas naciones durante las dos últimas décadas; procesos que, en general, habían pasado inadvertidos. Los casos de Brasil y Perú son especialmente meritorios en ese sentido. El grado de independencia política, profesionalismo y formación académica que sus magistrados han alcanzado son importantes, a pesar de ciertas falencias. Hay una clara conciencia en sus integrantes que su misión es la de servir al interés público mediante la racional aplicación del derecho y la defensa de Constitución.

No puede haber un mayor contraste con lo que está ocurriendo en el Ecuador. Nuestras instituciones siguen sometidas al cálculo de las mayorías circunstanciales o al vaivén de situaciones coyunturales. El caso Odebrecht ha puesto al desnudo el vergonzoso pacto entre la clase política ecuatoriana y la cultura de la corrupción. Es impresionante ver todas las maniobras que se han desatado para encubrir a los responsables y meter bajo la alfombra de la vergüenza todo ese entramado colusorio que se dio para que Odebrecht regrese al Ecuador, saquee fondos públicos, corrompa a nuestros idealistas revolucionarios, y cuando fue pillada, entre en acuerdos inconfesables para ocultar los nombres de los enriquecidos con su dinero, y, al final del día, termine tan oronda como antes. Que Odebrecht siga en el Ecuador, y que aspire a ser contratista pública nuevamente, es el testimonio más fehaciente del fracaso del Estado ecuatoriano como tal. Un mínimo de decencia –un concepto hoy desconocido por buena parte de la clase política– habría hecho que se le suspenda hace rato su permiso de operación en el Ecuador. Cuán profundos deben ser sus tentáculos, a quién nomás debieron haber comprado para que permanezca intocada.

El régimen más corrupto que ha existido en el Ecuador desarrolló una muralla jurídica de impunidad. Hoy estamos viviendo sus efectos. Un círculo vicioso que solo el pueblo de manera directa lo puede romper, en las urnas o en las calles. (O)

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