El hombre llegado al poder

Adriano fue emperador de Roma entre los años 117 y 138 después de Cristo. Su trayectoria vital, desde que nació en Itálica (una remota región de la actual España) hasta que murió tras haber ejercido todo el poder posible en su época, fue plasmada en las “Memorias de Adriano”, una novela supuestamente autobiográfica, escrita por Yourcenar, en una elegante reflexión sobre los avatares del poder, los misterios del amor y de la vida misma.

Adriano llega al poder por fraude. De acuerdo al derecho vigente en el Imperio romano, el poder se transmitía por herencia, aunque normalmente no pasaba de padres a hijos, sino que el Emperador adoptaba a quien escogía como sucesor. Pero por algún motivo que los historiadores no han logrado determinar, el antecesor de Adriano, el emperador Trajano, no llegó a adoptarlo públicamente mientras vivía. Y fue recién cuando se leyó el testamento, después de su muerte, cuando se conoció que había escogido como heredero a Adriano.

La designación fue violentamente impugnada por sus opositores, en especial por Lusio Quieto, un general con gran ascendencia en el Ejército al que Trajano había favorecido en sus últimos días, permitiéndole enriquecerse. Los enemigos de Adriano acusaron a Plotina, la viuda del emperador muerto, de aprovecharse de la agonía de su marido para hacer escribir al moribundo las pocas palabras que le legaban el poder a Adriano. Se hizo notar que Fedimas, el oficial de órdenes, que odiaba a Adriano y cuyo silencio sus amigos no habrían podido comprar, sucumbió muy oportunamente de una fiebre maligna al otro día del deceso de su amo.

Siempre se había pensado que Adriano era demasiado débil para ejercer al poder, que no tenía el carácter necesario, y que podría ser manipulado a su antojo por aquellos que lo llevaron al trono. Se pensaba incluso que debido a su fragilidad, gobernaría apenas unos meses, solo hasta que Quieto lograra consolidar la fuerza necesaria para defenestrarlo. Pero muy pocos días después de su ascenso, bastó un mínimo desafío a su autoridad para que el nuevo emperador golpee como un rayo y desbarate la conspiración de quienes hasta hace muy poco habían sido sus camaradas de régimen. Lusio Quieto, y tres de sus cómplices, terminaron ejecutados.

Adriano había entendido que el oro virgen del respeto sería demasiado blando sin una cierta aleación de temor. Finalmente, pensó, todo paso de un reino a otro entraña siempre estas operaciones de limpieza. Y entendió también que con la ejecución a sus camaradas iba a suceder lo mismo que con el fraude: las gentes honestas, los corazones virtuosos iban a rehusarse a considerarlo culpable. Los cínicos, supondrían lo peor, pero lo admirarían más por ello. Roma se tranquilizaría. Apenas se sepa que sus rencores no iban más allá, el júbilo que sentía cada uno al saberse seguro los llevaría a olvidar prontamente a los muertos.

“Cada uno de nosotros posee más virtudes de lo que se cree, pero sólo el éxito las pone de relieve, quizá porque entonces se espera que dejemos de manifestarlas”, escribe Yourcenar, como si fuera Adriano. Su humildad y moderación, que antes de llegar al poder era descrita entre sus defectos, iba a ser considerada deliberada, voluntaria, y la gente empezó a alabar su simplicidad atribuyéndola a obra del cálculo. El poder obra esos milagros, y normalmente, para la mayoría, el fin importa mucho más que los medios. Y eso no ha de cambiar con el devenir de los tiempos.

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