La columna de opinión: el género rabioso

En el ámbito de la lengua castellana, hay figuras luminosas que ejercieron este género periodístico, lo cultivaron con inteligencia y lo engrandecieron como un discurso indispensable dentro de la esfera pública. Yo vuelvo constantemente a dos que, muy particularmente, lograron convertir a la columna en experiencia estética, género literario y legado vital. Hablo de Juan Montalvo y Mariano José de Larra, el primero ecuatoriano y el segundo español. Para ambos, sin embargo, su patria era el lenguaje. La lengua castellana en su dimensión más descarnada.

La existencia, o presencia perdurable, de estas figuras revela que los columnistas de opinión pertenecemos a una tradición literaria, y a veces moral, que es parte de la lengua. Montalvo convirtió los escritos políticos que publicó en los diarios y revistas de su época, sus ensayos, en actos de libertad, que alumbraron un concepto, o una visión de la escritura, que casi un siglo después lo asumiría Sartre: la palabra como acto transformador de realidades. Con Larra, se construyó el escenario propicio para entender que la crítica implacable e inteligente, incluso pesimista, no sólo es necesaria para la salud de una sociedad, sino indispensable para su progreso y para la conservación de la cultura.

En ambos casos, el proceso creativo fue doloroso. Montalvo murió en el exilio y en la pobreza absoluta, con la dolorosa y limpia dignidad de quien quiso recibir a la muerte como había recibido la vida: ante la certeza de un fin irremediable, ordenó que lo vistieran con frac y que le compraran claveles. Larra, por el contrario, se suicidó a los 27 años, tras una ruptura y al entender que se le había acabado el amor. Luis Cernuda, uno de los más grandes poetas de nuestra lengua, escribió sobre Larra: “Aún se queja su alma vagante,/ El oscuro vacío de su vida./ Más no pueden pesar sobre esa sombra/ Algunas violetas,/ Y es grato así dejarlas,/ Frescas entre la niebla,/ Con la alegría de una menuda cosa pura/ Que rescatara aquel dolor antiguo”.

Nadie ha salvado al mundo escribiendo columnas de opinión. Son textos que, por lo general, se redactan para el olvido, pues cada día nacen y mueren ediciones de periódicos. Sin embargo, Montalvo y Larra escribieron sus textos para la posteridad, poniendo el condumio de su existencia en cada palabra y preocupándose por crear un estilo y una propuesta estética que contenga, en sí misma, una declaración de principios morales. La columna de opinión, entonces, es periodismo, pero también es escritura pura, arte y subjetividad, como es la condición humana.

En realidad, un columnista de opinión no ofrece certezas, sino dudas. No da respuestas, genera preguntas. La columna de opinión es un intento, a veces furioso, por entender la realidad y los sucesos que la determinan. Escribir columnas de opinión es mucho más una búsqueda personal, y a veces terapéutica de quien escribe, que una seguridad. Muchas veces, lo más parecido es una carta de amor desesperada. No somos el Oráculo de Delfos. Es cierto, a veces escribimos como si lo fuéramos. Montalvo y Larra lo hacían. Y es que un artículo es también, lo repetiré mil veces, un proceso creativo, literario, de lucha infranqueable con el lenguaje y sus regiones desconocidas. La columna de opinión nos permite construir un estilo, no sólo de escritores, sino de sujetos.

Escribimos para confrontar ideas. Para no creer en los discursos oficiales y tampoco en los no oficiales. Creemos en la magia de la discusión. En los diálogos, a veces álgidos, en donde la gente piensa distinto. Claro, a veces nos equivocamos. Somos humanos. Por eso hacer columnas requiere de permanente reflexión, autocrítica y responsabilidad. Y también luchamos contra el tiempo: la mejor columna de opinión es la que dura más de un día. La que no muere con la edición del periódico. La que a un lector le hace compañía, le permite descubrir algo, le remueve su conciencia. La mejor columna de opinión, es la que hiere y deja cicatriz.

La tradición de la columna de opinión, enaltecida por las figuras luminosas que nos inspiran, la seguimos construyendo, ampliando, dotando de contenidos y formas diferentes. Cada vez más creativa, nutrida de la crónica, la entrevista, las memorias, el humor o el alegato. Muchos de nosotros, pertenecemos a la tradición de Montalvo, que lucha implacablemente por las libertades y defiende una moral republicana y democrática que no se vende al populismo ni al oportunismo. En los últimos 10 años, columnistas de opinión fueron víctimas de violentos y miserables intentos de fusilamiento mediático, pero tuvieron el valor de mantener viva la crítica y la coherencia. Siguieron aferrados a la palabra, como herramienta de conciencia y de resistencia. Con plumas como las de Roberto Aguilar, Martín Pallares, Carlos Jijón, Ivonne Guzmán, Luis Eduardo Vivanco, Leonardo Valencia, Carlos Arcos Cabrera, y muchísimas otras, la lista es realmente larga, la tradición montalvina se mantuvo viva, refrescante, libre.

Tras una década de oprobio, la columna de opinión siguió siendo ese espacio en donde no sólo nos refugiamos los críticos, sino donde el periodismo pudo resistir la arremetida de una Ley perversa y antidemocrática. En el fondo, y robo las palabras de Sartre para decir esto, muchos columnistas de opinión jamás fuimos tan libres como durante la década de represión correista. Habíamos perdido el derecho a disentir, a expresar libremente nuestras ideas sin ser criminalizados. Diariamente nos insultaban, con la propaganda engañosa del poder y la violencia del Estado. Nos quisieron imponer qué escribir y qué callar, incluso el estilo que a ellos les convenía que acogiéramos. A causa de todo ello, éramos libres. Como el veneno correista se deslizaba hasta nuestros pensamientos, cada pensamiento justo era una conquista. Como una censura cargada de contradicciones procuraba constreñirnos al silencio, cada palabra se volvía preciosa como una declaración de principios. Nuestras columnas vieron la luz en una época de intolerancia. Así fuimos libres.

Pienso, con tristeza, en los intelectuales que por plata y conveniencia se vendieron a los sueldos de una pesadilla autoritaria, y con decepción, a los que fueron parte de la propaganda y los procesos de fusilamiento mediático que el régimen autoritario emprendió contra todos los críticos. Después de 10 años, los columnistas que escribimos por la libertad, podemos ver a los ojos a la gente y no nos avergonzamos por los insultos y las difamaciones que dentro de una fétida maquinaria estatal muchos hicieron en nuestra contra a cambio del dinero de las arcas públicas. Y no nos reímos de la pesadilla, que manchó esas vidas y esas inteligencias. La propaganda y los ataques infames destruyeron la paz y la imagen de personas honestas, que a diferencia de los poetas de la Secom, lucharon valientemente por la libertad de todos.

Hace años, en España, leí el huracanado poema que Cernuda le dedicó a Larra. Pienso en Larra y me es inevitable creer que la labor de escribir columnas es un acto tanto de derrota como de redención. Tal vez por eso Cernuda decía sobre Larra: “Escribir en España no es llorar, es morir,/Porque muere la inspiración envuelta en humo,/ Cuando no va su llama libre en pos del aire.” A muchos de nosotros, las columnas de opinión nos sirvieron para no volvernos locos, para no sentirnos del todo inútiles e imponentes, para no creernos del todo derrotados. Y muchas de ellas nos salieron ardiendo desde adentro, como lava incandescente, porque así es la lengua castellana, la rabia y la indignación. Y quizá, las columnas de opinión nos mantuvieron libres, resplandecientemente libres, tan libres como el aire.

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