Pertenecer, a palazos

Y, aun así, las señales que América Latina recibe son relatos gruesos y burdos o líneas propagandísticas que, mejor dicho, relatan el teatro de los conservadores españoles en el poder o las agendas de inversión y negocios de las empresas de comunicación transatlánticas.

Las primeras víctimas, las más torpes o inocentes, o las más cínicas quizás, son algunas agrupaciones de izquierda. Se comieron el relato de una minoría étnicocultural aplastada por siglos de indolencia estatal y se adhirieron a la protesta con consignas gastadas, casi impertinentes.

Hay que ser muy cínico para apoyar desde este continente a la supuesta liberación catalana y haber aprobado, durante décadas, gobiernos como el correísmo o el boliviano, que se pusieron manos a la obra para dejar en polvo cualquier debate o proyecto de construcción estatal que incluyera un Estado razonablemente plurinacional. La izquierda que ahora envía su apoyo a Cataluña es la que festejó su propio poder durante al menos los últimos diez años en América del Sur, donde la concentración de tierras, la invasión de monocultivos, la potestad de decisión sobre recursos básicos como el agua, o la persecución a balazo de líderes fueron lugar común. Quisieron hacer que el campo y los indígenas pertenezcan al país que se armaban para ellos. Y lo intentaron a palazos.

Yo lo lamento, pero es imposible afirmar que ahora en Cataluña exista una dictadura o una anexión forzada. Los catalanes han vivido los últimos treinta años un clima social abierto y saludable, y han fermentado como pocos en Europa un cosmopolitismo y trabajo con su herencia cultural que dan envidia. Y han sufrido, como el resto del país, o tal vez peor, esa plaga provinciana y ladrona que se llama Partido Popular. Afortunadamente, también han hecho crítica de aquel partido de forma radical: en Cataluña la representación del PP es una anécdota: apenas si aparecen en el mapa.

Eso sí: el relato que se construye desde la oposición a un referéndum catalán o a su independencia puede ser aún peor: Cataluña es observada, con miedo de iglesia, como una provincia díscola, conducida por filocomunistas ateos que reniegan de sus naturales vínculos con España, y que desobedecen a ese lugar común, reaccionario e inútil, al que le dicen “imperio de la ley”.

Soy extranjero; no vivo en Cataluña. Pero la postura más aguda, la más razonable que vi y escuché, es la de un convencido escepticismo al constatar que, allá también, las demandas por la independencia desde la izquierda han tenido que apearse a los intereses empresariales de sectores catalanes cuya avaricia y corrupción son exactos a los del Partido Popular. Que además han puesto en marcha un nacionalismo casi racista, refractario a la propia plurinacionalidad que durante años defendieron, y han creado una ficción de excepcionalidad y victimización centenaria, abrazada hoy como cierta por gentes de todo el espectro político.

Ese escepticismo ante demandas legítimas, pero con asociaciones políticas que distorsionan el derecho que todo el mundo debería tener de decidir sobre si ser parte o no de un país, no ha obstado para que, ante las operaciones de espionaje, amenaza y sanción muy similares a las que hacía Franco, la gente se harte, se levante, proteste y se asuma distinta. Distinta a un gobierno central que les asedia y les criminaliza, que persigue a líderes políticos que ellos mismos eligieron y a agrupaciones ciudadanas que están en todo el derecho de sentirse diversas, diferentes. Quienes les persiguen, como si fuera poco, han guerreado cuarenta años por asumir que España no vivió una dictadura, que no tuvo gente perseguida, que no es necesario hacer memoria histórica de los miles que fueron fusilados en cunetas u obligados al destierro.

Si es así, tal vez sea mejor no sentirse español. O, como sea, acudir a votar, pensando en la posibilidad de un país distinto, dentro o fuera de lo que ahora mucha gente considera una cárcel con reminiscencias dictatoriales.

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