A mí también Queirolo me transportó al medioevo

Es decir: es una persona con la que tengo pocas cosas en común. No la conozco, no sé nada de ella, y el marketing de sus productos –recetas saludables o maneras de exfoliar la piel– nunca ha superado la barrera de mis algoritmos digitales. Sin embargo empezaron a aparecer cosas sobre ella en mi cuenta de Twitter. La llamaban –todo lo que sigue es literal– shunsha perversa, allien, muñeca vudú, abanderada de atrocidades históricas, bruta. Entre las convicciones que se le atribuían estaba creer que las mujeres son animales de cría o pedir a gritos una dictadura de los hermanos musulmanes. “Me temo, Rosanna –decía alguien– que ningún nutriente de tus alimentos saludables te ha llegado al cerebro porque hay una fuga impresionante”. “Al dueño del cuerpo de Rosanna –pedía otro– por favor póngale un alma. La cabeza está hecha para algo más que el tinte”. Y voy a obviar algún comentario, de incluso peor gusto, que se metía en su vida personal.

Todo lo anterior no es un chat privado creado para insultarse: es algo público. Son gritos digitales. Pancartas levantadas sin ningún pudor en una pantalla. Orgullosas frases creativas para contentar a una audiencia: mientras más sofisticada es la ofensa, más corazoncitos de Twitter. ¿Soy el único que ve un problema en esto? ¿Soy el único que, ante tal linchamiento y manera de comprender la coexistencia democrática, cree que lo que haya dicho Queirolo llega a ser incluso secundario? ¿Soy el único que no se ríe? En todo caso, fueron diecisiete palabras y una coma mal puesta las que generaron la hoguera; diecisiete palabras que sostienen que en el proyecto de ley contra la violencia de género –ironías de la vida– hay elementos que permiten introducir el aborto: “Hay una trampa bien pensada, cuando se le permite a la mujer ser dueña de su cuerpo”. La frase, tomada en su sentido literal, no es demasiado afortunada. Pero aquí no voy a hablar del aborto ni de qué-quería-diecir-probablemente-Queirolo-cuando-decía-ser-dueña-de-tu-cuerpo. Me interesa más la posibilidad del discurso en el ámbito público. Me interesa –porque lo considero vital para una sociedad más o menos pacífica– la posibilidad del diálogo entre visiones aparentemente contrapuestas de la realidad.

Justamente esta semana trabajaba con un texto del filósofo alemán Jürgen Habermas de su libro Pensamiento postmetafísco. Después de identificar dos maneras contrarias de comprender el relativismo, señala: “En una situación de profundo desacuerdo, no solo ellos tienen que esforzarse por entender las cosas desde nuestra perspectiva, sino que también nosotros hemos de tratar de entender las cosas desde la suya. Ni siquiera tendrían en serio la oportunidad de aprender de nosotros si nosotros no tuviéramos la oportunidad de aprender de ellos, y solo en los estancamientos de su proceso de aprendizaje relativo a nosotros nos tornamos conscientes de los límites de nuestro saber”. Estoy a punto de hacerme una camiseta con la parte que habla de los estancamientos. Habermas se da cuenta que las partes suelen tener más cosas en común de lo que parece. Habermas se da cuenta de lo imprescindible que es para la sociedad promover en la arena pública la expresión de todas las voces. Lo complicado es que su teoría sobre la posibilidad de llegar a una razón común supone una fortísima honestidad intelectual. Demasiada. Una silenciosa característica que –en todos nosotros– siempre corre el riesgo de ser opacada por los gritos de la ideología y el exhibicionismo.

Entre los comentarios que fueron retuiteándose aquel día, había uno que hacía referencia al pensamiento “medieval” extraído de esas diecisiete palabras. Esto trajo a mi mente una costumbre del siglo XIII llamada disputatio de quolibet o discusión sobre cualquier tema. A partir de la convicción de que la búsqueda de la verdad es un trabajo colectivo –convicción que surge en los diálogos de Platón– se enfrentaban públicamente dos personas con puntos de vista contrarios. Una regla de la disputatio legitima era que nadie podía refutar el pensamiento del otro sin haber repetido en voz alta la objeción que se le había planteado. Y no solo eso: ese otro debía dar el visto bueno, debía confirmar que, en efecto, es lo que había querido decir. “Si imaginamos por un momento que tal regla se exigiese de nuevo hoy día, de tal forma que su incumplimiento fuese seguido automáticamente de descalificación, no podríamos ni siquiera darnos cuenta de la purificación de la atmósfera que ello podría significar para la discusión pública”, señalaba el filósofo, también alemán, Josef Pieper en sus lecciones sobre Tomás de Aquino. Y si ello se aplicaría en Twitter quedarían cuatro gatos con record en menor número de seguidores.

El bullying ha existido siempre. Pero cada vez se reinventa de acuerdo al medio en el que le toca vivir. La revista inglesa The Economist, en su edición de la primera semana de noviembre, alertaba que en los ecosistemas de pensamiento único generados por las redes sociales, la violencia verbal es demasiado frecuente. Sostenía que la necesidad de pertenencia a un clan hace que aplastar al otro sea una aplaudida señal de identidad. Es el conocido caso del “más macho” que dirige las risas hacia el que se queda solo, una característica que, vale decir, no es monopolio del varón.  Y, lógicamente, esto no pasó solo ese día con Rosanna Queirolo: pasa todas las veces que se reúne una manada que no considera a la convivencia basada en el diálogo como la mejor manera de existir. Todos los grupos –izquierda y derecha, liberales y conservadores, demócratas y republicanos– corren el mismo riesgo. Por eso hace algunos meses escribí sobre un comercial de Heineken llamado #OpenYourWorld. El video terminaba con dos participantes enfrentados en una mesa, con una cerveza en medio, por algún tema concreto. Por el altavoz se escuchaba la instrucción: “Ahora, conversen”. Cada participante debía decidir qué hacer. Creo –junto a Habermas y junto a los medievales– que no es una tarea imposible.

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