Riff por clave

Víctima de los arrebatos de la baratija progresista populista, del nuevo ánimo inquisitorial católico y evangélico, mi generación, que creció dando la espalda a cualquier desafío que le planteara complejidad y bronca, negatividad y mala onda, en su infatigable búsqueda del chill out y la militancia por la originalidad reprobó las más básicas tareas de cohesión social y conciencia grupal que no fueran las del desmadre y la autoindulgencia.

Me refiero a mí y los que nacieron años más o menos tarde, promediando la década de los ochenta, gente que vivió en democracias latinoamericanas de medio pelo o francamente inadmisibles. Parte de este abanico de narcisismo, individualismo y chabacanería le debemos probablemente a los enlatados massmediáticos que consumimos hasta la sobredosis cuando niños. Otra parte, a una postura briosamente anti intelectual, como si la simpleza y la negación a los libros y la argumentación nos acercaran a esa espontaneidad que deseábamos, pero de la que nos alejábamos a medida que veíamos otro episodio de Sex and the City.

Como crecimos mirando con ojo de sospecha al estante de los libros, y con el discurso del cambio social como una lucha de señores pobres, de mente analógica y cantos mamertos, nuestra sensibilidad se prorrogó, a lo más, hacia la salud de los animales de las ciudades latinoamericanas, cuyos cuerpos veíamos todo el tiempo despanzurrados en la vía pública sin que nadie -ni los sectores populares, menos las instancias públicas- se doliera.

Clausurado el estante de los libros, clausurada la política al ser estetizada como teleshow de lo que supuestamente querían los pobres, una de las pocas líneas de fuga fue la música, de la que nos nutríamos sin querer, a veces, o con deseo frenopático otras.

La gente más valiosa de mi generación se volcó a hacer o escuchar música como si en esa actividad se jugaran los tres dólares en que estaban – y están- cotizados sus futuros fuera de una oficina de rango medio. Se oía música como una militancia: aprendiendo, divergiendo, defendiendo el terreno propio con el cuerpo mismo. Es probable que de mi generación procedan las últimas colecciones enciclopédicas de discos compactos o vinilos, verdaderas fortunas invertidas en una extraña forma de sabiduría, mezcla de anécdota y solfeo, un poco de historia cultural y otro de negocio corporativo. El refranero popular de mi generación no viene de la abuela; viene de los Ramones o de las bandas sonoras de las películas independientes. Viene de los estribillos de la música del transporte público, que luego se vuelve sabroseo de las fiestas de los iniciados.

Como no hay tragedia sin algo de farsa, la virtud de mi generación fue haber presumido de oído suficiente para rescatar dos -de tantos- géneros que hoy parecen presumir de una clarividencia formidable: el punk y la salsa.

Aunque parezcan antagónicos, el punk y la salsa se distribuyen a bandos iguales sendas cantidades de insumisión y creatividad. O sea que hoy son imprescindibles. Lo que pudo Manchester también pudo Cali o San Juan, en clave distinta. El discurso es el mismo: las infinitas variantes de las vidas en carestía, el orgullo de la masa ante un poder descrito con trazo brusco aunque bien identificado, el fraseo del cuerpo en la fiesta y en los abismos de dolor. El punk y la salsa registran nueva poesía, y esto no es poco. Cuando los formalismos del rigor y la métrica han neutralizado al texto poético a su textualidad más pacata y servil -la elasticidad de la literatura para ser servil con el poder es algo que debería considerarse seriamente-, el punk y la salsa han saltado del papel y la partitura hasta volverse nuevos manifiestos, declaraciones nitidísimas para estas mañanas nada diáfanas.

Va esta por la triste y limitada generación que consiguió hacer una arqueología imprescindible, una explicación bailada y coreada de estos tiempos. De algún modo, nos sacó a la calle y nos erigió nuestras propias barricadas.

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