Ya no creo en la Iglesia católica

“Creo en Dios pero en la Iglesia no.”

Combatí esa frase desde el colegio. Pensaba que era comodidad criticar los errores del clero sin mojarse el poncho.

Trabajé junto a curas y laicos comprometidos porque admiré la coherencia de sus palabras y sus acciones.

Compartí el Evangelio, hice apostolado en obras de la Iglesia y por iniciativa propia. Estuve en el noviciado del seminario Salesiano. En nada de eso encuentro mérito. Me pareció un gesto elemental de congruencia con mi fe.

Lo mío fue un sentido de pertenencia, sentí que la Iglesia era un lugar especial de encuentro con Dios. No el único claro, pero quizá, el más profundo.

Arrodillarme frente al altar, sentir la presencia de Dios y hablar con ÉL, es una experiencia maravillosa. Se trata de una conexión limpia y sin distracciones.

He conocido sacerdotes excepcionales que han fortalecido mi fe. Una creencia basada en principios humanos y en el ejemplo de vida de Jesús: trabajo con los marginados, opción preferencial por los pobres, denuncia social, protección de los oprimidos.

Soy periodista, inevitablemente he conocido casos de sacerdotes violadores en varios países. Las sanciones demoraron mucho y dejaron una basura en el alma: amonestación simple, cambio de parroquia, y en otros casos: silencio, evasión, impunidad.

En estos días, la Iglesia católica ecuatoriana tuvo la oportunidad de demostrar de qué lado de la historia está. Si de la víctima o del poder.

Analizó el caso del cura César Cordero Moscoso, violador consuetudinario de niños, considerado un “prohombre” de Cuenca y emitió un veredicto.

En las conclusiones, la Arquidiócesis de Cuenca reconoce el delito y sin embargo, permite al cura Cordero oficiar misa.

¡La Iglesia católica autoriza que un violador oficie misa!

Me sorprende el “generoso” pronunciamiento, en realidad me indigna: “te vomitaré de mi boca” dice el apocalipsis hacia los tibios, aquellos que no toman posturas frontales, que no son ni fríos ni calientes.

Jesús enfrentó a los fariseos, una casta religiosa prepotente, hipócrita y corrupta. El cura Cordero hace gala de lo mismo. En sus declaraciones sobre los crímenes que se le imputan, responde agrediendo a las víctimas, incluso cuestionando al Papa.

Los seres humanos, como personas individuales, cometemos errores y no me corresponde juzgar su comportamiento, pero es inaceptable la posición de la autoridad de la Iglesia católica.

Es pavoroso confirmar que hubo un método establecido para las agresiones, que otros sacerdotes se confabularon para que el cura Cordero viole y destruya la vida de niños inocentes. ¿Qué puede haber más detestable?

¿Y en el caso del Cura Fernando Intriago? Una escandalosa “dinámica del pecado” que incluyó tortura y abusos sexuales. Y la Iglesia la calificó como “conductas inapropiadas”, eufemismos que revuelven el alma.

Mi decepción no obedece a dos casos aislados, me abruma la acumulación de episodios similares y la actitud indolente de la Iglesia.

Ya no creo en la Iglesia.

Me avergüenzan algunos líderes espirituales y no quiero ser identificado como católico.

No soporto constatar que la jerarquía eclesiástica solapa actos abominables.

No comprendo el despreciable espíritu de cuerpo.

Estoy asqueado.

Resulta doloroso renunciar a una postura de vida.

Defendí a la Iglesia convencido de su representatividad.

Quiero dirigirme a los jóvenes con quienes compartí retiros espirituales, a los que traté de guiar en grupos juveniles, a mis amigos monitores, decirles que creo en cada palabra que pronuncié, que estoy convencido de lo que hicimos, que es bueno continuar la obra. Que soy feliz de haber entregado buena parte de mi tiempo y de mi esfuerzo en evangelizar.

A mis amigos sacerdotes, gracias por permanecer y luchar. Son referentes de la espiritualidad de Dios.

Quiero destacar una convicción muy clara: el amor al prójimo es la experiencia más poderosa del cristiano. Y decir también, con tristeza insondable, que “creo en Dios pero en la Iglesia no”.

Jamás pensé que lo diría.

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