La década siniestra

No les fue suficiente enriquecerse a través de contratos que celebraban sus empresas de publicidad con medios públicos –en un brutal descaro de inmoralidad–. No les pareció ya bastante con robarse millones de dólares en un ingenioso sistema de comercialización internacional del petróleo. No les faltó vergüenza para formar parte de la maquinaria de corrupción de Odebrecht, ni tuvieron tapujos para beneficiar con sus influencias a sus tíos, primos, cónyuges, amantes, etcétera. No les fue bastante, en definitiva, con llevarse más de 30.000 millones de dólares, ni con haber dilapidado la más grande riqueza que el Ecuador haya jamás recibido, ni haber dejado la economía ecuatoriana quebrada, adicta al endeudamiento y al gasto.

Resulta que además desde el Estado se dedicaron a cometer crímenes. Usando recursos públicos –lo que de por sí implica la comisión de peculado– se dedicaron a secuestrar a adversarios políticos, como el caso del exdiputado Balda, a encarcelar a figuras de la oposición fraguando procesos penales írritos, como fue el caso del exdiputado Galo Lara, y, lo que es más grave, a asesinar y encubrir a los asesinos de un general de la República, como es el caso del general Gabela. Todos ellos se ganaron el odio del exdictador y de su camarilla por sus denuncias de actos de corrupción. Es decir, se usó al Estado para violar los derechos humanos –que ya de por sí es una seria infracción– mediante la comisión de delitos de extrema gravedad.

El asesinato del general Gabela debería convocar a todos los actores políticos a dejar de lado sus legítimas posiciones ideológicas o cálculos electorales. Todos ellos deberían confluir en un mismo objetivo: que se conozca la verdad. El Gobierno deberá jugar un papel protagónico. A las acciones que ya ha adoptado, y que son encomiables ciertamente, deberían seguirle otras que garanticen su compromiso con una investigación seria. Por ejemplo, y siguiendo una práctica común en casos como este, los funcionarios que estuvieron directa o indirectamente vinculados con las áreas por donde transitó el affaire Gabela, y que hoy ocupan cargos públicos en las mismas o en otras áreas gubernamentales, deberían renunciar. Su presencia en esos cargos de autoridad provoca por sí sola un problema para las investigaciones y podría crear una sombra de inmerecidas dudas sobre el actual Gobierno. Asimismo, a estas alturas ya se debió dejar sin efecto el velo de confidencialidad que recae sobre los informes entregados por el perito argentino. Además, habría que señalar las responsabilidades de aquellos asambleístas que, ganando sueldo del erario nacional para que fiscalicen casos como este, no lo hicieron.

Fue ciertamente una década siniestra. Años en los que desde el Estado no solo que se robó desaforadamente, sino que se llegaron a fraguar crímenes, encubrir a sus autores y hasta mutilar informes comprometedores. No hay dudas, nos gobernó una verdadera banda organizada de delincuentes. (O)

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