Solidaridad y memoria

Carlos Emilio Larreátegui
Quito, Ecuador

En estos días, en los que el éxodo, el miedo y la desolación cruzan nuestras fronteras, se me viene a la mente un recuerdo de niñez que conservo, junto a muchos otros de mi generación, con claridad y una gran dosis de angustia. Se trata de aquella imagen que para los quiteños se volvió cotidiana al pasar por el antiguo aeropuerto Mariscal Sucre, hoy Parque Bicentenario, el cual registraba casi a diario una multitud de personas, por lo general ancianos y niños, que se aferraba a la malla de alambre para dar adiós a hermanos, padres, hijos, primos y seres queridos, que dejaban el Ecuador en busca de oportunidades y mejores condiciones de vida.

Un millón ciento treinta y un mil compatriotas que huyeron de la pobreza y la exclusión. Ciudadanos de todas las regiones del país que entregaban sus ahorros y confianza a coyoteros con la promesa de llegar a destinos más prósperos y con ello la posibilidad de construir un mejor futuro, pero sin una sola garantía de que así sería; en otras palabras una apuesta descabellada, difícilmente lógica, solo hecha por alguien sumido en la desesperación y el miedo.

España, Italia, Estados Unidos y sí, Venezuela, recibieron el grueso de nuestros emigrantes en medio de epopeyas y algunas historias trágicas. Un fenómeno que, lamentablemente, sigue tan vivo como entonces. Hace unos meses, los principales diarios del país reportaban la caída, a 300 metros de altura y desde el tren de aterrizaje de un avión comercial, de dos compatriotas del Cañar, una provincia tristemente célebre por su emigración masiva. Una escena desconsoladora y un brutal recordatorio de que muchos ecuatorianos aún sufren marginación, pobreza y falta de oportunidades.

Estos recuerdos y realidades deben servir de base al momento de evaluar y entender el fenómeno de la inmigración masiva de venezolanos que huyen de la crisis humanitaria provocada por el régimen sanguinario de Nicolás Maduro. Un fenómeno que apenas comienza y que fácilmente podría incrementar las cifras de refugiados a números inimaginables. Según el Director de la Oficina de Migración de Colombia, Christian Kruger, el número de refugiados en Colombia, Perú, Ecuador y otros países podría duplicarse en los próximos meses.

Ahora pregunto: ¿Los ecuatorianos debemos acoger a los refugiados venezolanos a pesar de las difíciles condiciones económicas y sociales que soportamos? La respuesta, que esta vez declaro sin duda alguna, debe ser sí.

Como anfitriones, tenemos que ser justos al formar juicio sobre el fenómeno de la inmigración venezolana. Pues la experiencia histórica evidencia casi invariablemente un balance positivo en los países que han abierto sus puertas a inmigrantes. Las regiones receptoras de flujos migratorios tienden a ser mas prósperas. Desde el Río de la Plata a Nueva York y desde la Bahía de San Francisco a Londres, el trabajo de los migrantes ha ayudado siempre a construir la prosperidad. The Economist argumenta que cada 1% de incremento en la población inmigrante de una región genera un 2% de incremento en los ingresos per cápita de la misma. En Silicon Valley, California, los migrantes estuvieron en el origen de muchos de los audaces emprendimientos que han transformado el mundo. Una de cada dos compañías de tecnología en esta región tiene un inmigrante entre sus ejecutivos o fundadores; esto incluye a Google, LinkedIn, Tesla y Stripe.

De vuelta a nuestra realidad, cabe afirmar que la inserción de venezolanos en el Ecuador ha sido positiva para nuestra sociedad hasta este momento. La presencia venezolana está ayudando a elevar la vara en los niveles de desempeño y servicio en varios sectores de la economía. De manera similar, las universidades y centros de estudio se han beneficiado con la incorporación de académicos venezolanos de excelente nivel. Son personas valientes que han quebrado sus raíces para buscar un futuro mejor en nuestro país. Y sus ganas de vivir y superar la tragedia se transforman, en la mayoría de casos, en energía y buen trabajo.

Si estos argumentos, apreciados lectores, no resultan suficientes para convencerles de las buenas razones que existen para abrir nuestras puertas a la inmigración venezolana, permítanme recordarles la acogida que tuvieron nuestros compatriotas que huyeron hacia Venezuela durante los años 70 y 80, así como a comienzos de este siglo. Cuando enumeré los países que generosamente han recibido a nuestros emigrantes, lo hice en orden de importancia. Sí, Venezuela es el cuarto país que más ecuatorianos ha recibido; bastante más que Colombia o Perú y que la mayoría de países europeos.

En los momentos del boom petrolero venezolano, mientras el Ecuador debía soportar los estragos del fenómeno de El Niño y la crisis financiera, Venezuela tendió la mano a cerca de cuarenta mil ecuatorianos que entraron en su territorio. Tenemos una deuda histórica con Venezuela y con eso, la obligación ética mínima de reciprocar ese gesto ahora que los venezolanos sufren de este calvario socialista. No permitamos que xenófobos y politiqueros exploten esta tragedia para generar miedo y obtener provecho personal. Es cuestión de solidaridad y memoria, tenemos obligaciones históricas y morales que cumplir frente a nuestros hermanos venezolanos y la responsabilidad de participar en la coordinación regional e internacional que una catástrofe de este tipo necesita.

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