Trujillo

Carlos Jijón
Quito, Ecuador

Vi por primera vez a Julio César Trujillo en 1987, en Manta, durante la convención de la Democracia Popular para elegir presidente del partido entre él y esa joven estrella en ascenso que era entonces Jamil Mahuad. Trujillo perdió. Y desde el martes, cuando supe que lo habían internado urgentemente en el Hospital Metropolitano, víctima de un derrame cerebral, no he podido dejar de pensar qué hubiera pasado en el país si esa noche Julio César Trujillo hubiera ganado. Y si años después el que llegaba a la Presidencia de la República hubiera sido Trujillo y no Mahuad.

Es por supuesto un arbitrario ejercicio de la imaginación ante el hecho irrefutable de que, al momento de su muerte, mientras Mahuad vive en el exilio, Julio César Trujillo ha terminado convertido en un símbolo moral de la República. El héroe que desde el Consejo de Participación Ciudadana en pocos meses liquidó el correísmo que tenía secuestrada las instituciones. ¿Acaso pudo él conducir a la nación por un camino distinto? ¿Se cometió un error histórico esa noche, en ese cónclave partidario, sin que nadie de los que estábamos ahí sospeche que se estaba decidiendo el destino de la nación?

Es difícil saberlo, porque Trujillo nunca fue un político que barra en las elecciones. La primera vez que me enteré de su existencia habrá sido a mediados de la década de los setenta, en una entrevista de la revista Nueva (que dirigía Magdalena Adoum) y que lo describía como una de las figuras claves para llegar al poder si la dictadura militar de entonces convocaba a elecciones. En esa época, Trujillo era la gran figura del Partido Conservador que había abrazado la opción preferencial por los pobres predicada por el Concilio Vaticano II, y que termina aliándose con la Democracia Cristiana de Osvaldo Hurtado para fundar la Democracia Popular.

Trujillo era un conservador de izquierda. Pero tenía la capacidad para tejer una alianza electoral con Assad Bucaram, el más carismático líder popular de entonces, y llegar al poder como su candidato a vicepresidente. La alianza CFP-Democracia Popular se dio, aunque la dictadura vetó a Don Buca como candidato, obligándolo a postular en su lugar a su sobrino, entonces un joven desconocido llamado Jaime Roldós. Quizás Trujillo pudo ser su binomio. Pero por alguna extraña razón cedió el lugar a Osvaldo Hurtado. Y el resto es historia.

Julio César Trujillo queda séptimo entre nueve candidatos en las elecciones presidenciales de 1984 acaso porque los suyo no eran las urnas. Lo suyo era la defensa de unos principios en los que creía firmemente aun cuando podía no convenirle porque el resto de la sociedad no lo respaldaba. Por eso, cuando se aleja de la Democracia Popular, deviene como en un abogado laboralista que asesoraba a los sindicatos, un político que acompañaba al movimiento indígena, y en la última década, en pleno correísmo, el presidente de una comisión anticorrupción en medio de la podredumbre. Como un héroe griego, su valor consistía en el cumplimiento de su deber, aunque ello pueda significar su derrota. Y la vida, que al final ubica a cada cual en su lugar, terminó convirtiéndolo al final de sus días, cuando estaba cerca de cumplir los 90 años, en un ícono moral.

Sus últimas horas, relatadas por el periodista Simón Espinosa en la columna que publica habitualmente en El Comercio, da idea de su temple. Había llegado a la última sesión del Consejo de Participación Ciudadana, cuando una horda de correístas lo recibió al grito de “Trujillo, ocioso, devuelve lo robado”. A él, símbolo de la  honradez, le gritaban en la cara, con furia, que “devuelva lo robado”. Cuenta Simón que el anciano perdió la paciencia y apoyándose en su bastón encaró a una de las mujeres que lo insultaba. “Mama Lucha”, le dijo, “devuelve los sánduches”, antes que un huevo le impactara en la clavícula.

Menos de 24 horas después había sufrido un derrame. Menos de una semana después, ya no está con nosotros. Paradójicamente, su figura es más grande que la de aquellos que a lo largo de la vida lo vencieron. Y enormemente más de los que quizás le provocaron la muerte.

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