Quito, ¿grande otra vez?

Raúl Andrade Gándara
Rochester, Estados Unidos

Luego de un año y más de ausencia, el regreso a Quito se avizoraba lleno de incógnitas. Tomarle el pulso a la ciudad es siempre una empresa que debe tomarse a sorbos. Nada más edificante que hacer trámites para recorrer los pasos. En el camino a la revisión técnica, primer paso para matricular el carro, un recorrido por las tortuosas avenidas de la capital es suficiente para constatar el cambio. Para peor.

Un tráfico inmanejable, paredes agredidas por toda clase de diseños y frases típicas de la subcultura urbana,ventas ambulantes y mendicidad propia y extraña. Luego de una hora de lentitud ineludible,el acceso a la revisión. Mi venerable Mercedes, socio de mil batallas, pasa la revisión sin problemas. Un suspiro de alivio, y camino al siguiente paso. Pago de la matrícula. Sábado a las diez de la mañana, primero en la fila. El banco banco es el contacto para pagar. Pero empiezan las sorpresas.

Una señorita mal amanecida me espeta un: «traiga la copia de la matrícula”. Salida del banco a sacar copia y regreso a la fila:

-No hay sistema.
– ¿Y por qué no me dijo?
– Es que el SRI no se conecta… vuelva en una hora…

Vuelve a mi mente el absoluto irrespeto al tiempo ajeno que nos caracteriza como país. Espera en los alrededores del centro comercial. Nueva pregunta mismo resultado.

-A la una y media puede ser…

Sin almuerzo y molesto, me decido a dejar el trámite para el lunes.

Ocho y media en la fila para el pago. Nueve en la ventanilla de la matrícula. Otra sorpresa. Cambio de normas. Cita previa para matrícula. Y lo maneja el Bicentenario. Nuevo viaje. Nueva parada. El tráfico insufrible. El supervisor acepta mis razones pero no mis soluciones. Parece que para evitar las colas de última hora complicaron más el trámite durante todo el año. Solucionado. Pero por supuesto no puedo usar el carro hasta nueva orden para evitarme problemas con la autoridad.

Y el fantasma de los trámites volvió a poblar mis días. Una organización vertical sin criterio sigue las normas sin pensar en sus clientes natos: los ciudadanos. Prefieren maltratarlos a atenderlos. Descargan sus frustraciones en el usuario y se retiran a almorzar cuando hay más público. Todo depende de un supervisor que no supervisa, de un operador que se esconde detrás de una pantalla, de un usuario que no reacciona. Nadie ha entendido que la frase” el compañero le ayuda” es falsa. Nadie ayuda a nadie.

Todos los empleados públicos tienen la obligación de atender y solucionar los problemas del usuario, porque el usuario normal no es un delincuente, ni tiene que pasar por la humillación de ser mal atendido y peloteado por alguien que es pagado con nuestros impuestos.

Los cruces de miradas, las sonrisas bobas, no son sino el corolario de un entramado mal concebido y mediocre. Qué pena mi país. Se ha consagrado la ley del más vivo, del tramitador, del corrupto, del que se apodera de las veredas, de los parques, a gritos, sin autorización, de prepotencia, y que invoca los derechos humanos cuando una tímida autoridad pretende hacer cumplir la ley o la ordenanza.

Menuda tarea la de un alcalde novato y parlanchín, abocado a solucionar los apremiantes problemas de una ciudad caótica y sin rumbo cierto desde hace algunos años. Si Quito fue grande una vez, fue por sus alcaldes, sus ediles y sus funcionarios. Hoy no es ni la sombra de lo que fue. Penoso. Y por supuesto, el gran perdedor es el usuario, acosado y embutido en un servicio público ineficaz y saturado.

Un peatón que recorre parques invadidos por vendedores informales, basura y césped pisoteado y mal tenido. Y que no se aventura a salir las noches porque su integridad física corre serio peligro. Un usuario que no encuentra un camino despejado para hacer sus diligencias porque una manada de taxis, conducidos a punte pito e infracciones por sus dueños, montoneros y agresivos al menor estímulo, bloquean las calles sin temor, prevalidos de su poder político-electoral.

Un quiteño que extraña la paz franciscana que respiró de niño, cuando jugaba fútbol en las calles recién pavimentadas de la barriada familiar, hoy convertida en una amalgama de talleres, restaurantes, discotecas y locales misteriosamente dispersos entre las cuadras de antaño. Quienes aprendimos a amar a Quito y a su gente, respetuosa y amable, al chapita de la esquina, servicial y sencillo, al carro de plaza y a las compras en La Favorita como un regalo luego de clases, vemos con temor esta jungla sin orden ni planificación que se pretende convertir en el nuevo refugio de muchos migrantes, provincianos y aventureros, y las nuevas leyes no escritas de una ciudad y un país que no ha sabido entender y adaptarse a los cambios que el crecimiento implica.

El subdesarrollo está principalmente en nuestras cabezas, y nuestros dirigentes son su fiel reflejo. La cascada de desacatos que los acompaña no es sino el resultado de un gobierno improvisado y unas autoridades remendadas. Ojalá retomemos el rumbo. O nos someteremos al caos.

Más relacionadas