El chavismo nos devastó

Orlando Avendaño

Caracas, Venezuela

Hace par de días me enteré del suicidio de la hermana de un amigo. Isabel tenía un trabajo bonito, una casa bonita, un perro bonito, un hijo bonito. Pero no le bastó. Parecía no ser suficiente. «Desde que se fue no era la misma», me dijo mi amigo. El dolor de dejar lo que quiso, lo que tanto quiso y logró, su casa, su madre, su padre, su hermano, sus perros de toda la vida, su cuarto y los olores. Ese dolor no sanó. Nunca lo hizo. Y menos cuando se enteró de que a su madre, que ya llevaba dos años sin verla, le habían diagnosticado cáncer en un país en el que la gente se muere por enfermedades antes erradicadas. No podía ir a visitarla porque su condición de refugiada se lo impedía y la madre no podía visitar a su hija y a su nieto de cuatro años porque recientemente le habían negado la renovación de la visa. Entonces, Isabel no aguantó. Se lanzó de un octavo piso.

El exilio no es fácil. Me lo dicen todos. Y uno conoce muy bien las historias. El abogado que barre, la enfermera que se prostituye, el niño que nunca terminó los estudios y los jóvenes que golpearon al salir de un bar porque eran venezolanos. Pero quizá solo escucharlas no funciona. Si uno está cómodo aquello siempre parecerá lejano. «Pobres, pobres todos, pobres jóvenes lo que les tocó». Sin embargo, cuando este virus de la tragedia empieza a contagiar tu entorno, la cosa es otra. Y cuán desgarrador fue escuchar que Isabel se suicidó.

Pero ella hizo lo que muchos, hoy, están pensando hacer. Por la mínima muestra uno puede intuir que son decenas de miles los que esta noche piensan en los padres que dejaron, en cómo fueron felices pero ya no lo son, en que el futuro no es alentador y que lo mejor es escapar. Esta última semana me he enterado de, al menos, cuatro casos de gente que quiere o quiso huir. Que no aguantan, que no quieren más, que no soportan.

Yo siempre desestimé la depresión. Me burlaba de ella, suponiendo que jamás la viviría y que quienes la han vivido solo han sido unos cobardes, incapaces de controlar su mente, cagones, tontos. No obstante, viene la tragedia y es imposible que alrededor no se multipliquen los que se sienten mal. Genuinamente mal.

Entonces uno entiende que siempre fue un imbécil. Que la depresión es seria, que existe y que algunos, quizá sí, son unos cobardes —y nada es más normal que ser un cobarde—. Pero otros no lo son, nunca lo han sido, pero simplemente no pueden. Aquello de lo que uno se burlaba existe, es real, y es duro, sumamente duro.

La semana pasada estuvo a punto de ocurrir una tragedia en el metro de Chile. Me lo dijo una amiga, que vive en Perú, y que también atraviesa un mal momento: «Iván pensó en suicidarse». No recuerdo mucho a Iván, solo sé que lo vi una vez en una fiesta en El Hatillo. Es un chamo normal, normal como todos. En Chile no le ha ido tan bien y, pese a las expectativas, le tocó hacer de mesonero. Ha sido duro. A la mamá la despidieron en Caracas luego de que una importante multinacional no aguantara la crisis venezolana y dejara el país. No tiene papá porque la delincuencia se lo arrebató hace unos años. Iván ese día fue al metro con el propósito de quitarle a su madre, a sus amigos y a los compañeros del trabajo la angustia por lo que veían. Frente al riel, lo pensó. Y pensarlo lo llevó a lanzarse al piso y llorar, llorar y llorar. Ese día decidió seguir viviendo.

Pero vivir para algunos exiliados no es vivir. Es aguantar, es sobrevivir. Mi amiga, la que atraviesa un mal momento, me trataba de describir la depresión: «Es como cuando uno está en una piscina. Entonces te quitan las escaleras y los muros empiezan a elevarse. Has nadado, nadado, nadado y te empiezas a cansar. Tratas de salir pero los muros se hacen cada vez más y más altos. Tienes dos opciones: o aguantas, flotas, sabiendo que no soportarás por mucho o te hundes». Ella aún flota. Isabel se hundió. Iván da brazadas.

Pero el exilio, esa condición tan difícil y terrible, tiene culpables. Le decía a quien me contaba las dolorosas historias que, entre tantos motivos, uno fuerte para seguir nadando es la certeza de que algún día los culpables posarán frente a un estrado y les dirán que a ellos les toca cadena perpetua. El chavismo nos devastó. Volvió nada a un país y volvió nada a su gente. Pero el chavismo ha dado al mismo tiempo a sus víctimas la mayor razón para vivir y seguir y resistir: la justicia. Y el deseo, claro, de libertad. De volver a abrazar.

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