El suicidio de Guaidó

Orlando Avendaño

Caracas, Venezuela

Costó construir el Gobierno interino. Todos nos comprometimos con armar la narrativa. No toleramos al que salía con lo de «autoproclamado» y, antes que diputado, Juan Guaidó era el presidente de Venezuela. Nuestro presidente.

La conformación de una institucionalidad que se impusiera a la ilícita de Maduro —que pasaba a ser el usurpador—, parecía brindar, bajo un contexto sumamente favorable, la mejor oportunidad para salir del chavismo que los venezolanos hemos tenido en veinte años. Súmele a ello un respaldo casi íntegro de todas las democracias del mundo a esa incipiente, pero legítima, institucionalidad.

Aunque poco importa que recitar la lista de países tome su tiempo, porque el peso pesado del mundo, Estados Unidos, encabezaba esa coalición. Como muy bien dice Luis Henrique Ball, se trata del único gorila de 800 kilos. Y la Casa Blanca tomó la iniciativa horas antes de que frente a millones Guaidó se juramentara.

Comenzó con impulso y mucha vida. Era un país armándose de nuevo. Espacios que se arrebataban a los, ahora, usurpadores. La embajada en Washington y el consulado en Nueva York. Bogotá, Buenos Aires y Santiago. La Organización de Estados Americanos, el Grupo de Lima y el Parlamento Europeo. El Banco Interamericano de Desarrollo. CITGO, etcétera.

Pero lo que inició con energía se desgastó hasta terminar convertido en una caricatura, bastante difuminada y turbia. El Gobierno interino de Juan Guaidó se ha desdibujado dramáticamente y ha sido, principalmente, por una inexplicable tendencia autodestructiva.

Incapaz de controlar sus impulsos suicidas, el partido de Gobierno, Voluntad Popular, terminó sumido en aventuras que minaron las relaciones con la sociedad y, en gran medida, con los principales respaldos internacionales.

Empezando por la catástrofe estratégica del 23 de febrero, cuando cálculos erróneos expusieron ante Paraguay, Chile, Colombia y Estados Unidos la incompetencia operativa de Leopoldo López y Guaidó. Esta estrechez y sobrada ingenuidad fue ratificada casi dos meses después cuando, también por desaciertos, el Gobierno interino sumó otro fracaso con el torpe alzamiento militar de Altamira. La hazaña castrense del 30 abril, por cierto, quedará empañada siempre por los propósitos hamponiles que luego fueron revelados por medios como The Wall Street Journal: la construcción de un proceso transicional acompañado por los delincuentes Padrino López y Maikel Moreno.

A partir de entonces empezó el agostamiento del proyecto encabezado por Guaidó. Un proyecto que, en gran medida, dependía, como todo liderazgo, de la confianza de la gente. Por primera vez, la verdad se volvía profundamente incómoda para el Gobierno interino.

Esa misma sociedad que había depositado su confianza en Guaidó recibió un gran golpe poco después cuando, por filtraciones, se enteró de que el liderazgo opositor llevaba semanas inmerso en conversaciones con la dictadura de Nicolás Maduro. El manejo excesivamente torpe del alboroto provocó, por supuesto, que se debilitara drásticamente la confianza en Guaidó. Sin embargo, lo más crítico fue que las relaciones con aliados internacionales claves también se vieron perforadas: Colombia, Brasil y el secretario general de la Organización de Estados Americanos, Luis Almagro, se enteraron de las conversaciones por la prensa. Todo el Grupo de Lima igual.

Ahora entramos en el episodio de la corrupción que, en definitiva, es lo que más ha empañado el desempeño del Gobierno interino. La dramática verdad es que Juan Guaidó no lleva ni un año en la presidencia y ya se ha visto envuelto en, al menos, tres escándalos de corrupción de gran peso. No podemos hablar de esta etapa de nuestra historia contemporánea sin mencionar, primero, el caso de malversación de fondos en Cúcuta, la repartición de Monómeros en manos de los partidos y, por último, la trama de extorsión y sobornos de diputados opositores de la Asamblea Nacional. Eluda si prefiere, para que todo no suene tan cochino y trágico, las relaciones del presidente con personajes tan opacos como Henry Ramos Allup y Manuel Rosales.

Estos vicios, que hablan de peligrosos impulsos autodestructivos, fueron los que obligaron a Tamara Sujú a apartarse y a que, luego, también lo hiciera Ricardo Hausmann. La degeneración del proceso, tiznado por la corrupción, el compadrazgo, la mediocridad y la complicidad, fue lo que hizo a Calderón Berti tan incómodo y lo que, finalmente, nos termina nuevamente aislando.

Lo que tanto costó construir, ahora lo está haciendo pedazos el mismo presidente Juan Guaidó. Si todos invertimos cada esfuerzo en edificar la legítima institucionalidad representada en el Gobierno interino, ahora es el mismo Gobierno interino el que, por sus mañas, bastante similares a las del chavismo, ha perdido el espacio del Banco Interamericano de Desarrollo, la embajada en República Checa y la de Colombia. Es el mismo Gobierno interino el que ha dinamitado sus relaciones con el Gobierno de Colombia, con el de Brasil, el resto del Grupo de Lima y la secretaría general de la Organización de Estados Americanos.

Ni en Bogotá ni en Brasilia confían ya. Tampoco en Washington: ni en el Edificio Principal de la Organización de Estados Americanos ni en la Casa Blanca, como nos lo hizo saber Bloomberg.

Y es un grupo el responsable: el de los suicidas. Esos que, con sus impulsos, han desbaratado lo que tanto nos costó a los venezolanos construir. El Gobierno interino se cae a pedazos y la culpa la tiene el Gobierno interino.

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