¿Éxito?

Raúl Andrade Gándara

Rochester, Estados Unidos

Hace unos días leía una entrevista a Brad Pitt, quien confesaba sus adicciones y su inseguridad frente al éxito instantáneo y brutal que otorga la fama. Y es que los famosos caen con gran frecuencia en manos de la droga, el alcohol y demás por su incapacidad de manejar la atención y el dinero en exceso. Jóvenes y bellos, pero llenos de inseguridades. Es curioso.

Y vino a mi memoria la adolescencia de los seres normales. Esa época compleja en que te sentías feo, insignificante y tonto. Ese momento en que te veías por primera vez enfrentado a la competencia y al mundo exterior, sin otra opción que aceptarlo y cruzar por allí sin opción a esconderte.

Para los que no fuimos dotados por la genética de un físico privilegiado, el camino al sexo opuesto se hacía muy complicado. Esa declaración de inferioridad era la que nos obligaba a encontrar otras maneras de demostrar nuestras habilidades al resto, siempre para lograr una sonrisa y la mirada de reojo de nuestra escogida.

¡Cuánto esfuerzo para despertar lo que un bello rostro o un lindo cuerpo lograban sin esfuerzo aparente! Lo que los demás ofrecían era siempre mejor que nuestros modestos encantos. Las recompensas venían siempre luego de un denodado esfuerzo, cuyo resultado apreciábamos a través de interminables conversaciones y análisis con los amigos íntimos.

No entendíamos la timidez de las mujeres hermosas, ni la amargura de los conquistadores, que no se sentían seductores sino seducidos. Era una sorpresa escucharlos. Las inseguridades eran algo que no se compartía. Se las ahogaba en alcohol y drogas porque confesarlas era un síntoma de debilidad.

La rapidez del mundo actual nos ha permitido conocer hoy los sufrimientos de quienes considerábamos superdotados y intocables. Íntima pero tardía explicación. Y quizás satisfactoria, al entender que ellos también sufren. Todos llevamos historias dolorosas y a veces inconfesables en nuestro interior.

La apariencia externa es por supuesto un gran atributo y está bien que así sea. El hombre ama la belleza, la busca y la crea. Alrededor de ella existe una industria que mueve mucho dinero. Detrás se esconde el afán de perfección que anida en todos. Pero no es lo único que importa. Quienes rinden culto únicamente a la belleza, a una habilidad pasajera,al dinero y la fama son víctimas de su propio ego. Quienes dicen despreciarla son sin embargo fieles seguidores de sus devaneos. No podrían criticarla si no fuera así.

La vida nos enseña a diario cuán errados estamos al apostar a caballo ganador sin mirar sus circunstancias, que lo convierten con el tiempo en un ídolo con pies de barro. La sociedad de consumo se nutre a diario de estas historias crueles y descarnadas. El precio del éxito instantáneo es cruel y arrollador.

Y la incapacidad de lidiar con este catapulta al individuo hacia una espiral descendente e implacable. La idolatría sigue siendo un referente del ser humano. Sus héroes y fetiches son una forma de vida. Y perdonar sus errores es una manera de perdonarse los propios.

Mientras no aprendamos a equilibrar la diversidad seremos víctimas de las apariencias, en un mundo cada vez más visual y menos profundo. Y seremos blanco del resentimiento de quienes, cada mañana, palpan la indiferencia del resto con indignación y rencor. La falta de solidaridad, de disciplina, de orden y de respeto han pasado una factura muy pesada a quienes no han entendido el mensaje.

Para el resto, hay aún la posibilidad de prepararse, de crecer y surgir en base a sus esfuerzos y no únicamente a su apariencia. El equilibrio es una meta, no un don. Hay que lograrlo. El mundo estará agradecido que enderecemos el rumbo hacia valores más constantes y concretos que los que hoy nos mueven.

Desterrar los falsos ídolos es una labor de la sociedad, y debe lograrlo a través de una mayor cultura, un mayor análisis y una inteligencia práctica de todos sus miembros. Que todo entre por los ojos pero pase por el cerebro antes de detenerse en el corazón. El hígado no puede ser la motivación de las decisiones. Todos tenemos que madurar. El promedio hace la historia de un país. Lo palpamos a diario.

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