Nos toca hacer lo que podamos

Orlando Avendaño

Miami, Estados Unidos

En estos días almorcé en el Versailles. Andaba con una buena amiga de Ecuador, la fantástica periodista María Fernanda Egas. El sitio, muy bonito y ruidoso, guarda consigo la sensación de una prosperidad estancada. Los espejos en las paredes y las sillas verdes, de cuero sobre metal, que rodean mesas coronadas por candelabros renacentistas. Es la mezcla entre lo viejo, lo usado, lo desgastado y lo que brilla. Lo que aún brilla. Pese a lo viejo, lo usado y lo desgastado.

Y aún brilla porque el sitio jamás se vacía. Versailles es un icónico restaurante ubicado en La pequeña Habana, en el corazón de Miami, ese vibrante barrio cubano marcado por las cicatrices del exilio. En él, varias generaciones de cubanos se han reunido a lamentar, conspirar y, en últimas, celebrar. Porque sí, después de décadas, opresión y muchos asesinatos, algunas muertes merecen ser celebradas.

Ese día, mientras conversaba con María Fernanda, para mí era imposible eludir el hecho de que yo, venezolano que tiene más de año y medio sin volver a manejar Caracas o pasear Valencia, estaba entre hombres y mujeres, la mayoría ancianos, sin poder renunciar a ese acento envolvente y caribeño, que llevaban treinta, cuarenta o cincuenta años sin visitar la tierra donde nacieron. Un exilio provocado, y es una realidad que quizá nos sea difícil de asimilar, por los mismos que han causado que casi cinco millones de venezolanos hoy anden por el mundo dispersos. O, visto de otra forma, que millones de familias venezolanas se hayan agrietado, ocasionando dolores y dramas irreparables.

Yo y los que estaban ahí. Éramos víctimas de los mismos victimarios. Los mismos que los habían expulsado a ellos, responsables de que más del 13% de los cubanos vivan hoy fuera de Cuba, son los que han provocado que más de 4 millones de venezolanos hayan huido de su país. Más del 10% de la población también.

Y no se trata solo de los Castro —que en el caso venezolano, de hecho, también han sido los principales causantes de la tragedia—, sino de una ideología, totalitaria y corrupta, que funciona como máquina demoledora de individuos, sueños y libertades. Una ideología, devenida en sistema opresivo, que aún hoy tiraniza y vuelve miserable la vida de millones. Una ideología que ha convertido a una isla en el campo de concentración más grande de la historia contemporánea. Y a un país rico como Venezuela, en escombros.

El día que almorzaba, por cosas de la vida, cargaba conmigo la nueva obra del gran escritor y periodista cubano, Carlos Alberto Montaner. Son sus memorias: Sin ir más lejos. Montaner, sin duda, es un símbolo de la cubanía. Y él, sin saberlo, se ha convertido en un maestro. Un maestro que tuve el gusto de conocer y quien, mientras almorzábamos en su apartamento y luego de que le contara sobre una advertencia que me habían hecho, me dio un consejo que definió en gran parte lo que desde entonces ha sido mi vida. «No regreses a Venezuela», me dijo. Él sabía por qué. Y, hasta ahora, le he hecho caso.

Pero en ese momento le presté atención porque creía tener la certeza de que ese consejo se disolvería en cuestión de meses. ¿Cuánto duraría esta condición de migrante considerando la decadente vitalidad de un régimen que parece agonizar? Quizá esos son los cálculos que, por décadas, llevan sacando esos ancianos que comían churrascos y tomaban Coca-Cola aquel día en el Versailles.

Las últimas palabras de Sin ir más lejos son, y me quedo corto, asoladoras. Escribe Carlos Alberto Montaner: «¿Algún lamento antes de partir? Sí, no haber visto una Cuba libre y encaminada hacia la prosperidad. Me habría gustado cerrar los ojos por última vez en la tierra en que nací. Para lograrlo ‘hice lo que pude’, leyenda que el filósofo Julián Marías sugirió que le pusieran en su tumba. Me gustaría reproducir ese epitafio en la mía: ‘Hice lo que pude’. Sin duda, no fue suficiente».

Nos toca a los venezolanos, y aún a los cubanos, hacer lo que podamos. Hacerlo hasta que, de hecho, sea suficiente. Hacerlo pronto, para que el gran Montaner pueda agregar ese último capítulo con el que deben cerrar sus memorias: y Cuba fue libre. Venezuela también.

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