El caracazo empezó en todos lados

Orlando Avendaño

Miami, Estados Unidos

Aparentemente comenzó en Guatire. Pudo haber sido en Guarenas también. O no. O quizá en ambos lados al mismo tiempo. Vuelven a surgir las imprecisiones. Hay diferentes versiones. Y se vuelve a querer tiznar de misticismo. Convertir todo en una fábula ascética y heroica. Lo cierto es que algunos, obedeciendo por supuesto a ciertos intereses, trataron de transformar el 27 de febrero de 1989 en un acto de rebeldía similar al de Rosa Parks, unos 30 años atrás.

En la versión que busca perfilar a El Caracazo como una excelsa demostración del coraje y de la indocilidad de un pueblo, se afirma que todo comenzó en Guatire, estado Miranda, cuando una mujer mayor se negó a pagar el aumento del pasaje del transporte público. Sin embargo, esto solo podría ser el rígido intento de forzar una leyenda encantadora. En el libro de la periodista Mirtha Rivero, La rebelión de los náufragos, se sugiere que todo pudo haber iniciado en la ciudad dormitorio Guarenas, también del estado Miranda. «Todos los indicios apuntan hacia un terminal de buses y microbuses en Guarenas (…) entre las cinco y treinta y las seis de la mañana (…) varias personas discutían, y las ondas de su discusión fueron subiendo de contenido y de decibelios para despabilar a los espíritus dormidos. Por unos segundos no se tuvo claro lo que sucedía, pero poco a poco los gritos y las groserías se hicieron cargo de enterar la situación», escribe la periodista (Rivero, 2010).

Supuestamente usuarios discutían porque los conductores de los autobuses públicos habían subido la tarifa. Ciertamente, aquello obedecía a las recientes políticas de Carlos Andrés Pérez. El día anterior se había hecho efectivo el alza de los precios del petróleo, «y dos días antes los conductores de buses y autobuses habían llegado a un acuerdo con el Ministerio de Transporte y Comunicaciones para subir las tarifas congeladas desde hacía casi dos años» (Rivero, 2010). Pero la verdad es que no pudo haberse iniciado en Guatire o en Guarenas. Si bien ambas son ciudades dormitorios de Caracas —un elemento que inmediatamente relaciona a El Caracazo con otros disturbios similares en la región— al mismo tiempo había usuarios del transporte público revirando en el centro de Caracas, en Los Teques, en La Guaira, así como en otros estados del país. Inició en todos lados. Los pasajeros parecen haber convenido en el momento de expresar la rabia. Eso a pesar de que el aumento de los precios no se dio igual en todas las ciudades y al mismo tiempo.

De un terminal de pasajeros, la ira se trasladó a las calles de la ciudad. De ahí a las autopistas y luego se regó por todo el país. Si inició en Guarenas, hizo metástasis. Igual si fue en Guatire. Pero es posible que la gasolina ya había sido esparcida antes por todo el país. Simplemente se prendió la chispa. «La reportera Cristina Marcano de El Diario de Caracas, fue uno de los periodistas que esa mañana enviaron a Guarenas. A su regreso; antes de ponerse a escribir, a manera de informe le comentó a Lucy Gómez, la jefa de redacción: ‘Si tú me preguntas: ¿cuántos carros quemaron en Guarenas?, yo te diría: ‘Todos los carros de Guarenas’. ¿Cuántos negocios quemaron?, ‘todos los negocios de Guarenas’. ¿Cuánta gente está en la calle? ‘Toda Guarenas está en la calle’’» (Rivero, 2010).

Los medios cubrieron con prontitud la noticia. La rabia, que se transformó en barbarie, fue transmitida en vivo. Súbitamente todos los venezolanos se enteraron de que no se trataba de algún incidente aislado. Todo el país estaba encendido. Aquel día escaseó la civilidad. Pero no solo eso, por supuesto; otra falta llamó altamente la atención: en ningún momento hubo respuesta de las fuerzas de seguridad del Estado. Empezando por los más básicos: la policía no respondió. Tampoco lo hizo la Guardia Nacional. Simplemente, al principio, por alguna razón, se dejó correr la cólera. «En esas primeras horas de la mañana del lunes 27 de febrero no se sintió el sonido de las peinillas restregándose contra el asfalto, ni el olor picante de los gases lacrimógenos», apunta Mirtha Rivero (2010).

A Carlos Andrés Pérez no se le salió de control la situación. Jamás la tuvo siquiera controlada. Parecía que el incidente había agarrado a los políticos desprevenidos. Los militares, en cambio, no lo estaban. Ya lo habían alertado: «Reportes de Inteligencia militar venían diciendo que había mucha tensión en la calle (…) A mediados de febrero, analistas militares de la DIM [Dirección de Inteligencia Militar] reactivaron sus avisos (…) El informe de Inteligencia elaborado tras los primeros quince o veinte días del mandato de Carlos Andrés Pérez II no trascendió. Unos dicen que no llegó a Pérez, que no dio tiempo» (Rivero, 2010).

Por alguna razón al presidente no llegó una información tan delicada como que, en cualquier momento, podría ocurrir una rebelión popular. Y es importante señalar que, según la periodista Rivero, ese informe precisaba que existía la presencia de grupos de extrema izquierda dispuestos a aprovecharse de una situación de inestabilidad. Pero a Pérez, realmente, no le llegó esa información. Esto lo confirma Diego Arria (2017), amigo cercano del presidente, y el general Carlos Peñaloza (2014).

Los militares jamás recibieron la orden, por lo que la barbarie se desenvolvió con comodidad. De la quema de autobuses, de vehículos y cauchos, se pasó, entonces, al saqueo. Nuevamente se esgrime la espontaneidad del crimen. «El pueblo hambriento, sometido, buscó la manera de saciar sus necesidades», se podría decir. Efectivamente, desde que estalló el Viernes Negro, Venezuela había caído en un proceso de degeneración dramático. El descontento era inmenso y la calidad de vida había mermado; pero puede ser irresponsable afirmar que eso era suficiente para llevar a la población a exponer su lado más bárbaro. Al fin y al cabo, los retratos del momento exhiben a un pueblo hambriento, cargando televisores, neveras, microondas, lavadoras, ropa. Claro, también reses y bolsas de comidas. Todos productos que, según la periodista Rivero (2010), «habían desaparecido de los estantes y por lo que la población había sido condenada a la escasez o, en el más afortunado de los casos, al trueque».

Sobre la espontaneidad del crimen se desconfía ahora. Al respecto, escribe Thays Peñalver (2016): «Mientras en Caracas se quemaban autobuses de la misma manera como ocurrió en otros países, motorizados ingresaban a los supermercados, tiendas y abastos en general para incentivar al saqueo de los transeúntes que marchaban al trabajo (…) los que aquí en Venezuela, que copiaron el modelo desestabilizador, decidieron abrir ante nuestros ojos las santamarías con la deplorable consigna: ‘Saqueos populares’».

En el país es usual poner en duda los instintos incivilizados del venezolano. Ciertamente, Venezuela ha atravesado coyunturas más dramáticas y los ciudadanos no han reaccionado de la misma forma. El incentivo, quizá, pudo haber sido necesario. De hecho, en su libro, Peñalver (2016) revela: «(…) en Venezuela la Federación de Barrios de Guarenas, que agrupaba a todas las asociaciones de vecinos (…) estuvo hasta las dos de la mañana imprimiendo panfletos que de inmediato repartió en las calles. Previamente se había convocado a las asociaciones de vecinos a movilizarse desde temprano para ‘tomar’ la terminal de pasajeros. De acuerdo al relato de uno de los líderes que planificó aquel ‘movimiento espontáneo’, el comunicado entregado a la gente a partir de las cuatro de la mañana incitaba a los pasajeros a ‘no pagar el aumento del pasaje’».

Las mismas dudas sobre la naturaleza del motín las tenía, para el momento, el jefe del Comando Estratégico del Ejército acantonado en Caracas, general Heinz Azpúrua, quien en un informe sobre El Caracazo escribió: «En febrero de 1989 se produjo una conmoción popular generalizada causada por una gravísima y masiva alteración del orden público, caracterizada al comienzo de aquel día 27 de febrero, por múltiples actos de protesta sorprendentemente violentos —aparentemente espontáneos, aunque sospechosamente coincidentes» (Socorro, 2016).

Azpúrua menciona la violencia y esto, realmente, es un elemento particular que ofrece suficiente información sobre aquellos disturbios. Se suponía que el motín se trataba de solo un pueblo molesto, que reaccionaba a unas medidas económicas: amas de casa, trabajadores, adolescentes, padres, madres. Un pueblo, aparentemente hambriento. Sin embargo, la violencia fue excesiva. Los muertos, al final de los disturbios, fueron más de 200, según cifras oficiales; y más de 400, según extraoficiales (Valery, 2009).

Se podría decir que la degollina obedece a la incapacidad de las fuerzas de seguridad del Estado para controlar la situación durante las primeras horas. Al dejarla correr, se extendió y se necesitó de más fuerza para el sometimiento. Eso explica por qué Carlos Andrés Pérez, quien quizá estaba tan desconcertado como el resto de la población, respondió con la activación del plan de contingencia Ávila, que daba la responsabilidad directamente a las Fuerzas Armadas para restituir el orden público: no fue la Guardia, sino el Ejército el que salió a la calle.

No obstante, todo estaba dispuesto para contener una simple revuelta popular. «Cuando se dio la orden de enviar tropas a las calles, no se conocía la magnitud de la explosión social (…) Los jefes militares creyeron tener al frente un problema de orden público convencional fácil de dominar; pero Fidel les tenía una sorpresa», asegura el general Carlos Peñaloza (2014), quien para el momento era jefe del Estado Mayor del Ejército.

No son pocos los testimonios que denuncian la presencia de francotiradores en varias partes de la capital. «En las barriadas en el oeste como el 23 de Enero, Lídice, Alta Vista y Lomas de Urdaneta continúa la acción de francotiradores (…) Media hora después del toque de queda estalla la traca de los disparos de armas automáticas y desde cualquier altura es posible advertir algunos incendios en barrios periféricos», escribió en su momento el corresponsal del diario ABC de España, F. de Andrés (Peñalver, 2016). Otros medios nacionales como El Nacional y El Universal también reportaron la presencia de francotiradores. Entre el 27 de febrero y el 3 de marzo, más de 20 hombres con armas largas fueron descubiertos en los barrios de Caracas. Y luego, casualmente, «el Gobierno reportaba cientos de extranjeros detenidos —muchos de ellos armados— que serían deportados de inmediato», según se lee el 2 de marzo en el diario El Carabobeño (Peñalver, 2016).

En relación con la presencia de cubanos en Caracas esos días no hay información oficial. Los testimonios sobre individuos con acento caribeño realmente abundan. Sin embargo, algunos sí se atreven a asegurar que los civiles armados detenidos esos días en los barrios de la capital —aparentemente, varios de ellos extranjeros— guardan una relación directa con la visita que 25 días antes del estallido de El Caracazo, había hecho Castro a Venezuela.

«En esa revuelta los grupos subversivos sacarían a la calle a la gente pobre a saquear y los francotiradores de Fidel enfrentarían a las fuerzas policiales enviados a controlarla», asegura el general Carlos Julio Peñaloza (2014). Según quien en el momento era un miembro del alto mando militar, los francotiradores viajaron con Castro cuando el líder cubano entró a Venezuela con la «excesiva valija diplomática». Con él coinciden otros, como el general Ángel Vivas (2016). Y Enrique Aristeguieta Gramcko (2017), quien para el momento ejercía el cargo de director general de Registro Electoral en el Consejo Supremo Electoral, dice: «Yo pienso que sí puede ser, hay muchas cosas turbias». No hay duda de si Fidel entró al país con material bélico y una desmesurada cifra de individuos, que formaban parte de su comitiva. Sin embargo, no se puede afirmar que gran parte de esos cubanos se quedaron en Venezuela —aunque el mismo Hugo Chávez lo aseguraría después.

Al final, las muertes por impacto de bala serían cuantiosas. La organización no gubernamental Provea señalaría en un informe de 1989 sobre el comportamiento de las Fuerzas Armadas y la presencia de civiles armados: «La táctica militar en zonas populares era el tiroteo indiscriminado hacia apartamentos y viviendas, en respuesta a un mínimo de francotiradores» (Marcano P, 2015).

Se habla, igualmente, de una represión desmedida por parte del Estado. Todo, como dice Aristeguieta Gramcko, es muy turbio. Aparecen fosas comunes. No hay coincidencia en las cifras. Y surgen denuncias delicadas. Algunos hablan de genocidio por parte del Gobierno de Carlos Andrés Pérez. La izquierda aprovecha la situación para exhibir la agonía de un modelo que, ahora, se sostenía solo por la violencia.

Otro hecho lamentable ocurrió durante los enfrentamientos: «(…) hubo una gran tragedia para el movimiento que él [Chávez] comandaba: El Catire Acosta Carlez recibió un balazo que, según algunos miembros del MBR-200, pudo ser intencional», escribe la periodista Ángela Zago (1992). El 28 de febrero, en medio de los intensos enfrentamientos entre el Ejército y los civiles armados enquistados en las barriadas y en las zonas residenciales populares de Caracas, este miembro del Movimiento Bolivariano Revolucionario-200 fue asesinado.

Pero, además, algo extraño sucedió. El Caracazo duró, en total, casi 11 días. Fueron varias horas en las que el entorno en Venezuela estaba convenientemente dispuesto para la ejecución de una acción que terminara de desestabilizar el débil Gobierno de Carlos Andrés Pérez. La oportunidad que por años esperó Douglas Bravo se había dado. La insurrección popular —espontánea o no—, estaba ahí. La gente estaba en las calles, aparentemente en rechazo al Gobierno adeco. Sin embargo, las protestas no trascendieron. Al final, después del trágico saldo, la calma volvió. En el cargo seguía Pérez, aunque mucho más frágil que antes porque sobre él recaían denuncias por violaciones de derechos humanos.


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