Apuntes sobre una pandemia. Uno: alguien a quien culpar

Simón Ordóñez Cordero

Quito, Ecuador

Durante gran parte de la historia humana, quizá la principal causa de muerte han sido las enfermedades infecciosas. Pequeños organismos capaces de mutar, transformarse y reproducirse exponencialmente, han infestado y diezmado países y civilizaciones. Conducidas por ratas, insectos o por nuestros propios efluvios corporales, las pestes asolaban ciudades y llenaban de terror incluso a los más valientes.         

Inermes y desvalidos ante la amenaza ubicua de la muerte, hombres y mujeres se arrepentían de sus pecados o de la forma en que llevaban sus vidas, ofrecían sacrificios, convertían a otros pueblos en chivos expiatorios, quemaban brujas o arrasaban poblaciones enteras, buscando con ello calmar la ira de los dioses y evitar el advenimiento del Apocalipsis.   

En el siglo XIV, la peste negra llegó a casi todo el mundo. En Europa causó alrededor de veinticinco millones de muertos, casi la tercera parte de su población, en tanto que en Asia y África murieron alrededor de cincuenta millones de personas. Se dice que en Florencia se salvó apenas una quinta parte de su población y fue allí donde Juan Boccaccio escribió El Decamerón.

En la introducción de ese maravilloso libro, Boccaccio escribe: “El año de la Encarnación de Jesucristo (1348), la peste invadió la ciudad de Florencia, bella sobre todas las otras ciudades de Italia. Producida por la influencia del aire, o por nuestras iniquidades, lo cierto es que esta calamidad fue enviada a los mortales por la justa ira de Dios…manchas negras o azules aparecían en los brazos, en las caderas y en las demás partes del cuerpo, y, lo mismo que los tumores, eran una señal de muerte…Todos evitaban y huían a los enfermos y a cuanto los rodeaba para no ocuparse más que de su salud. Creían que la sobriedad y la moderación eran el mejor preservativo, vivían aparte, guarneciéndose en pequeños grupos en las casas donde no había enfermos… Algunos tenían una idea más cruel, aunque talvez más acertada: decían que el mejor medio de garantizarse contra la peste era huir de ella. Convencidos de que eso era lo mejor, muchos hombres y mujeres no pensaron más que en sí mismos y abandonaron su ciudad natal, sus casas, sus bienes, su familia y marcharon al campo, como si la cólera de Dios, que quería con aquella plaga castigar la impiedad de los hombres, no debiera caer sino sobre aquellos que se hallaban dentro de la población…”

Se vivía entonces las postrimerías del Medievo y, aunque Florencia ya se abría lentamente al comercio y se daban los primeros pasos de lo que luego constituiría el Renacimiento, la ignorancia en el campo de las ciencias naturales y biológicas era aún muy profunda. Y de esa profunda ignorancia surgían aquellas ideas que hoy, por lo menos a algunos, nos parecen un despropósito.

Atribuir los males que se cernían sobre la humanidad a la ira de un Dios que respondía de esta forma a los pecados y comportamientos humanos, fue común durante varios milenios y solo empezaría a menguar durante la Ilustración. Este movimiento, que inicio en la segunda mitad del siglo XVII y alcanzaría su mayor desarrollo en el XVIII, tuvo la “declarada finalidad de disipar las tinieblas de la ignorancia y la superstición de la humanidad mediante las luces de la razón y el conocimiento” y, gracias a ello, despejó el camino para el avance de la ciencia, el progreso y la libertad humana.
Debido al gran impulso de las ideas ilustradas, a partir del siglo XVIII y, de forma aún más acelerada en el siglo XIX, se produjeron grandes cambios en el mundo de la ciencia y el progreso humano. La Revolución Industrial, ocurrida en esos mismos siglos, y las posteriores revoluciones tecnológicas del siglo XX y XXI, incrementaron de manera exponencial la productividad del trabajo, y, de forma paulatina, en apenas dos siglos (que en términos de la historia de la humanidad es apenas un brevísimo lapso) se logró superar la escasez que había caracterizado y moldeado la historia anterior de la humanidad.

Junto con el incremento de la productividad y la riqueza, y pese a que entre 1800 y 2020 la población mundial pasó de 1000 a 7700 millones, los más importantes indicadores de desarrollo humano tuvieron mejoras muy importantes: la pobreza extrema, que afectaba a 90% de la población en 1820, llegó a equivaler a 10% en 2020; las muertes por hambruna o inanición decrecieron de picos que llegaron en 1870 y 1920 a las 1400 y 800 muertes por cada cien mil habitantes, a menos de 30 en 1990 y casi a 0 hacia el 20015; la tasa de alfabetización se incrementó de 10% en 1820 a cerca de 85% en el 2000; la esperanza de vida al nacer a nivel mundial se incrementó de 29 años en 1880 a 71 en nuestros días. También el tiempo para el ocio se incrementó en varias horas y, gracias a la popularización de los artefactos domésticos, las horas destinadas a los quehaceres domésticos decreció de forma significativa.     

En tiempos no muy lejanos, una pequeña infección podía llevar a la muerte a cualquiera y nadie, independientemente de su raza, riqueza o extracción social, podía sentirse libre de tales amenazas. Un absceso infectado, que hoy hubiese sido fácilmente curado con una dosis adecuada de penicilina, llevó a la muerte en 1836 a N.M. Rothschild, para entonces el hombre más rico del mundo. Sin embargo, gracias a la aceptación de la teoría microbiana de la enfermedad, acaecida en el siglo XIX, y a los gigantescos avances que se han alcanzado en el campo de la medicina durante el último siglo, muchas enfermedades han sido totalmente erradicadas y muchas otras han disminuido radicalmente su letalidad.

Según datos proporcionados por Steven Pinker en esa obra imprescindible que es “En defensa de la Ilustración”, y por Augus Deaton en “El Gran Escape”, más de 5000 millones de vidas se han salvado gracias al descubrimiento de varias vacunas y de medidas sanitarias implementadas durante el último siglo. A modo de ejemplo, Pinker cita las siguientes: cloración del agua, 177 millones; estrategia de erradicación de la viruela, 131 millones; vacuna contra el sarampión, 120 millones; penicilina, 80 millones; vacunas contra tétanos y difteria, 60 millones; terapia de rehidratación oral, 54 millones; antitoxinas de difteria y tétanos, 42 millones; angioplastia, 15 millones; vacuna contra la tosferina, 14 millones. 

Los grandes avances de la humanidad que sucintamente he nombrado en los párrafos anteriores y he respaldado con cifras y datos, son evidencia clara de cómo en las sociedades libres, la ciencia y el mercado han contribuído al progreso de la humanidad. Es cierto, también, que no toda innovación en el campo de la medicina (o en cualquier otro campo que se nombre) llega inmediatamente a todo el mundo y que son las sociedades más ricas, y los más ricos dentro de ellas, los que primero se han beneficiado de dichas innovaciones. Sin embargo, también la historia muestra que han sido los propios mecanismos del mercado los que han permitido que las medicinas que en un momento solo llegaban a unos pocos, terminen difundiéndose universalmente y reduciendo sus precios hasta hacerlos accesibles a todo el mundo, tal como ha ocurrido con la penicilina, los tratamientos para hipertensión, muchas vacunas y, hoy con los retrovirales que han logrado controlar y detener la letalidad de VIH-SIDA.   

“La inversión en investigación y desarrollo aumenta el flujo de la innovación, pero las nuevas ideas pueden venir de cualquier parte; el cúmulo de conocimientos es internacional, no nacional, y las nuevas ideas se dispersan rápidamente de los lugares donde se crean. La innovación también necesita empresarios y gerentes que corran riesgos para encontrar formas rentables de convertir la ciencia y la ingeniería en nuevos productos y servicios. Esto es difícil si no existen las instituciones correctas. Se requiere que los innovadores estén exentos del riesgo de expropiación, que las cortes legales funcionen para resolver las disputas y proteger las patentes, y que las tasas de impuestos no sean demasiado altas. Cuando todas estas condiciones se satisfacen conjuntamente –como ha ocurrido en Estados Unidos durante siglo y medio-, obtenemos crecimiento económico sostenido y estándares de vida más altos”, dice Angus Deaton, el economista social demócrata que fuera Premio Nobel de Economía en 2015 y uno de los mayores estudiosos sobre pobreza y bienestar social.

Pese a todo el conocimiento del que hoy disponemos y al innegable avance que ha tenido la humanidad durante los últimos siglos (es decir durante el período de expansión del capitalismo, el libre mercado y las instituciones y estados democráticos), tienen todavía muy buena salud las ideas que niegan que todos aquellos avances hayan ocurrido y que ven al capitalismo y al mercado como los únicos responsable de todos los males que aún aquejan a la humanidad.

Así como en los tiempos de Boccaccio la peste negra fue atribuida a la furia de Dios que vengaba la impiedad de los hombres, hoy los más selectos pensadores de la izquierda mundial hacen coro y atribuyen la pandemia del Corona Virus COVID-19 a la perversidad intrínseca del capitalismo y el mercado.

Herederos como son del ideal de la “santa pobreza”, de ese comunismo milenario que condenaba el lucro y la riqueza, que veía robo en lo que eran relaciones comerciales voluntarias, y degradación y pestilencia en el dinero y el intercambio mercantil, hoy nuevamente postulan esas ideas como salvación del mundo. Es decir, una vez más regresan sobre esas antiguallas que condujeron a la pobreza y oscuridad del Medioevo, y que, retomadas por Marx en lo que se dio en llamar comunismo científico, llevaron a los totalitarismos y las tragedias comunistas del siglo XX.

Chomsky ha dicho que “esta crisis es la enésima prueba del fracaso del mercado”, Zizek que “el virus es el capitalismo” y que esta crisis es la oportunidad para “librarnos de la tiranía del mercado”, Byung-Chul Han que “tenemos que restringir radicalmente el capitalismo…para salvarnos y salvar nuestro planeta”, Naomi Klein que “el corona virus es el perfecto desastre para el capitalismo del desastre…nuestro brutal sistema económico”.        

Leonardo Boff, el principal representante de la Teología de la Liberación y uno de los referentes de esa misma izquierda, resume de forma magistral ese pensamiento mágico-religioso que tiene sus propios dioses, también sus demonios y que, negando toda evidencia, también nos indica el camino de la salvación: “ El coronavirus nos da la oportunidad para repensar la forma de habitar la Casa Común, la forma como producimos, consumimos y nos relacionamos con la naturaleza…Ha llegado la hora de cuestionar las virtudes del orden capitalista: la acumulación ilimitada, la competición, el individualismo, el consumismo. Todo esto se ha puesto en jaque…    Sobreexplotando la naturaleza y la Tierra como se está haciendo en todo el mundo, nos perjudicamos a nosotros mismos y nos exponemos a las reacciones e incluso a los castigos que ella nos imponga. Es madre generosa, pero puede rebelarse y enviarnos un virus devastador.”

Respeto como el que más las creencias religiosas de las personas y, puedo decir incluso, que en momentos duros de mi vida hubiese querido tener la fe y las creencias que otros tienen. Sin embargo, ni las religiones tradicionales ni las religiones seculares pueden sustituir el conocimiento científico al momento de combatir una pandemia. Tampoco es aceptable desconocer la historia y las evidencias empíricas sobre el progreso humano para tratar de arrasar con el sistema que permitió tal progreso.  Lo que nos molesta, ya sea por resentimiento o ceguera ideológica, no puede conducirnos a pensamientos como los que la inefable Naomi Klein (millonaria hoy gracias a sus superventas y al mercado) escribía con relación al cambio climático: “…no deberíamos tratar la amenaza del cambio climático como un desafío para evitar únicamente el cambio climático. No, deberíamos tratarla como una oportunidad para abolir el sistema de libre mercado, reestructurar la economía mundial y reconfigurar el sistema político”.     

El mundo, qué duda cabe, tiene aún muchos problemas. La pobreza todavía afecta a cerca de 1000 millones personas, la amenaza de cambio climático existe y seguramente algunas pandemias seguirán presentándose. Sin embargo, y pese a eso, la humanidad atraviesa hoy el mejor momento de su historia y está más y mejor preparada que nunca antes para afrontar una situación tan desafiante como la que hoy representa el COVID-19. Y por eso no podemos renunciar a las instituciones y las ideas que abrieron los caminos e hicieron posible ese enorme progreso que he tratado de mostrar en estas líneas, y, por ello mismo, hemos de defender con decisión y seriedad intelectual la libertad y la razón frente al oscurantismo y la ceguera ideológica de los nuevos profetas.

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