Solitario adiós al amigo fiel

Teresa Arboleda

Guayaquil, Ecuador

¿Puede existir mayor tristeza?  Estaba ahí, viernes 3 de abril de 2020, en los exteriores del camposanto Parque De La Paz, en las afueras de Guayaquil, en medio de una larga fila de carros y de personas de a pie. 

Todos en la misma condición: cargando el féretro de un ser querido, en el balde de una camioneta destartalada o lujosa, amarrado sobre un pequeño auto y otros sin contar con un vehículo, con el ataúd sobre sus hombros.

Otros sentados junto al cofre mortuorio, esperando para encontrar un lugar dónde enterrar a sus muertos.  Yo estaba en mejor condición porque el féretro de mi amigo Ángel Sánchez Mendoza había sido entregado dos días antes por su hijo mayor, Ángel Eduardo, también después de una larga espera, y depositado sobre el lugar donde descansan los restos de su madre. 

Un lugar que él mismo había comprado en vida, varios años atrás, lo que determinó que el trámite tenga menos dificultad.  Antes, nos habían ayudado en el hospital donde murió para no perder el rastro de su cuerpo en la confusión que generó la frenética lucha por salvar vidas. 

Durante dos días, mientras se hacían los trámites con la funeraria particular, en el hospital guardaron sus restos y fueron cuidados y vigilados de forma especial por un buen amigo, allegado a la familia que por coincidencia trabaja en el área de limpieza del hospital.

Había visto imágenes de cadáveres en las calles de Guayaquil; había escuchado sobre la triste espera en los exteriores de los cementerios para enterrar a un ser querido; y los testimonios de personas que debían esperar con sus muertos durante varios días en sus propias casas.    Entonces, yo debía sentirme agradecida por estar esperando un turno para acompañar y despedir a mi amigo querido, al Angelito directo, auténtico y optimista.

Éramos muchos, pero todos, con paciencia, guardábamos el orden, la distancia y las lágrimas. Apenas si nos mirábamos unos a otros y comprendíamos la angustia y el dolor que nos invadía a todos.  Ahí, al otro lado de las grandes puertas que dejan ver el interior del lugar, el equipo de personas que administran y ordenan el cementerio, trabajaban en una mesa con celulares y computadoras, disponiendo el orden y la forma en que podíamos ingresar.

Cuando llegó mi turno y se abrió esa puerta que siempre me ha causado temor, sentí alivio y el temor desapareció.  Alguien, en este caso yo, podía acompañar a su última morada a un hombre que fue muy amado y admirado por muchos, pero que por las fatalidades ocasionadas por la COVID -19 murió solo, aislado en un hospital sin el consuelo del abrazo de sus familiares.

Adentro y durante la inhumación de los restos, todo era paz.  Comprendí y admiré el trabajo de los sepultureros y de quienes administran un camposanto. En medio del caos y las prisas de muchos, este equipo trabaja ordenadamente lo más rápido posible y logran mantener el respeto y la dignidad para el adiós definitivo de un ser humano.

Hice un pequeño ritual religioso que un sacerdote me envió: leí las palabras amorosas que le dedicó su esposa y enjugué mis lágrimas recordando que Dios me permitió tener durante casi cuatro décadas al amigo más fiel, inteligente, fuerte y alegre. Que la tierra le sea liviana.

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