Diario del comienzo de la peste

Carlos Jijón

Guayaquil, Ecuador

La primera vez que salí, una semana después de declarado el toque de queda, fue el domingo 22 de marzo, como a las cinco de la tarde. No tenía idea de cómo estaba Guayaquil y me sorprendió encontrarla militarizada: en el camino, hasta el puente de la Unidad Nacional me pararon en tres retenes a preguntarme por qué estaba rodando. Mi mujer iba en el asiento de atrás con dificultades para respirar, después de una semana de fiebres altas y tos seca, y yo buscaba un hospital.

Al primero que llegué no me dejaron entrar. “Está lleno”, me dijo el guardia. “Señor, mi esposa se está ahogando”, le expliqué. “Aquí todos se están ahogando, señor”, respondió. “No hay un solo lugar”. Yo había visto en las noticias que los hospitales públicos estaban colapsados, pero no imaginé realmente que las clínicas privadas también lo estén. Manejé hasta otra. Igual. En la tercera lo mismo. “Llevo una hora manejando por Guayaquil y no hay un hospital que pueda atender a María Rosa”, le dije a un amigo, médico importante e influente, al que llamé a pedir ayuda. “Dame cinco minutos”, me dijo. Y  al cabo de cinco minutos devolvió la llamada para decirme donde debía ir. “Di que eres mi paciente”, me pidió.

Era el día séptimo del estado de emergencia sanitaria y ya todos los hospitales públicos y privados de Guayaquil estaban colapsados. Si la enfermedad tarda entre siete y diez días antes de llegar a afectar los pulmones, quiere decir que cuando se decretó el toque de queda ya era demasiado tarde. Ya habían cientos, probablemente miles de infectados que eran los que estaban abarrotando los hospitales y clínicas cuando yo buscaba cupo. Si el período de incubación antes del primer síntoma dura alrededor de cinco días, mi mujer se contagió en un momento en que el discurso oficial decía que era irresponsable que los ciudadanos compren mascarillas, que la manera de evitar el contagio era lavarse las manos con frecuencia y que el peor virus al que debíamos temer era el miedo.

Si lavarse las manos con frecuencia basta para evitar el contagio, por qué estamos ahora encerrados en nuestras casas, no podemos salir sin mascarillas y debemos mantener una distancia social de al menos dos metros entre persona y persona. ¿No debieron tomarse esas medidas dos semanas antes, cuando se sabía ya que la epidemia estaba en Guayaquil? ¿No debieron suspenderse todos los espectáculos públicos y las reuniones en la ciudad cuando se informó de la existencia de la paciente cero? ¿Fue en realidad la paciente cero esa señora que desembarcó en Guayaquil, desde España, el 14 de febrero? ¿O ya habían llegado otros enfermos, y siguieron llegando otros más, hasta el 15 de marzo, cuando finalmente se prohibió la entrada de aviones?

El miércoles 25 de marzo, cuando mi mujer llevaba ya un día sin fiebre, fui consciente de que la mortandad había empezado. Ese día, en la madrugada murió el hermano menor de un amigo mío del colegio. En la mañana, como a las 11h00, un primo de mi mujer. A las 18h00, el padre de una querida amiga. Y tarde, poco antes de la medianoche, un amigo, al que conocí en el colegio cuando tenía 11 años, y que luego fue mi compañero en la universidad. Vi también que había muerto un distinguido profesor de la universidad en la que yo me gradué, la Católica de Guayaquil. Ese día el COE había informado que había cincuenta muertos en todo el país, y yo me decía a mí mismo que no podía ser que yo conozca a cinco.

Yo entiendo que el COE solo puede certificar como muertos por coronavirus a aquellos que han dado positivo en las pruebas, y soy testigo de que estas se han hecho a muy pocas personas, aún ahora cuando ya llevamos un mes de la pandemia. Pero como periodista que debía informar lo que ocurría, no dejaba de angustiarme que en los días siguientes las cifras oficiales empezaban a bordear los cien muertos cuando yo ya llevaba alrededor de quince entre mis parientes y conocidos.

Cuando empezó el rumor de que la gente estaba muriendo en las casas y que no había cómo retirar los cadáveres llamé al concejal Andrés Guschmer, un antiguo compañero de trabajo en Teleamazonas, quien me confirmó que era verdad y me dijo que el nuevo Jefe del Cuerpo de Tarea, Jorge Wated, que había sido nombrado un día antes, había logrado rescatar cerca de doscientos cadáveres de las casas. En los días siguientes, mientras empezaron a filtrarse videos y fotografías de muertos en las calles, la cifra de los recogidos en casas llegaba a ochocientos, sin que nadie fuera de la ciudad se conduela de lo que nos ocurría aquí.

Sé que he usado una hipérbole y que quizás exagero. Pero no soy solo yo quien lo siente. Ya habrá otro tiempo y lugar para discutir por qué nos hemos sentido abandonados y el grado de nuestra propia responsabilidad en la tragedia. Por ahora creo que es fundamental determinar con transparencia la profundidad de la misma. Hasta el 15 de abril, según reveló el señor Jorge Wated, había un desfase de 5.700 muertos más de lo normal, de acuerdo a las cifras de defunciones del Registro Civil. 5.700 muertos en una ciudad de tres millones de habitantes es una catástrofe. Nueva York, que tiene 24 millones de habitantes, registraba hasta ayer diez mil muertos.

Mucho hay que aclarar. Gracias a Dios, mi mujer está sana ya y ha salido del aislamiento de su dormitorio: 21 días después de la última fiebre, y no se le ocurre salir de la casa. Yo no he desarrollado síntomas, y los médicos dicen que probablemente fui un portador asintomático. En los días siguientes han seguido muriendo parientes y amigos cercanos, y hay momentos, incluso mucho después que mi mujer sanó, que me he sentido confundido en medio del desastre. He esperado una cierta distancia antes de intentar articular unas primeras ideas sobre esta tragedia que quizás recién empieza, y para cuyo título me he inspirado en la novela de Defoe. Vale.

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