Pico de oro

Raúl Andrade Gándara

Rochester, Estados Unidos

En el tránsito por la vida, nos encontramos a menudo con vendedores de ilusiones, maestros de la superchería que nos convencen a punte labia de casi cualquier cosa. ¿Como lo hacen? Porque nos dicen lo que queremos escuchar. Llenan nuestros vacíos con lisonjas, nuestras dudas con certezas, nuestros sueños con profecías y una dosis de magia.

De eso también se trata. De embriagarse de ilusiones para no mirar la extensión de la tragedia. Y esas voces que claman en el desierto, esas que piden cordura y objetividad, las que llaman a la reflexión, esas son desoídas y enterradas con dolorosa frecuencia. Luego de años, algún acucioso investigador reflota las afirmaciones olvidadas y devuelve la razón y el aplauso, generalmente póstumo ,a quienes se atrevieron a cuestionar la sapiencia del dirigente.

Los discursos, las rendiciones de cuentas, las arengas esperanzadoras no coinciden casi nunca con la realidad objetiva. Expresan y contentan los deseos del público, a pesar de las aplastantes evidencias numéricas.

Para un modesto conocedor de la economía, es apenas obvio que la dimensión de la crisis no permite ni ofertas ni tregua. Si una familia o una empresa se ha gastado un año de ingresos por anticipado, resulta absolutamente falaz hablar de recuperación inmediata a menos que se saque la lotería. Pero el Estado tiene otro discurso. Habla de reactivación del empleo, cuando la crisis le obliga a recortar su cifra de empleados, habla de alimentación eficaz cuando la pandemia ha interrumpido la cadena alimenticia y la producción está gravemente afectada, de salud cuando el desastroso manejo de los recursos destinados a ese rubro ha evidenciado las terribles carencias a las que está expuesto el ciudadano común.

La dolarizacion, última columna aún no derribada por el ciclón revolucionario, se mantiene como solitaria esperanza, sin mencionar que se sostiene gracias a la comprensión de nuestros acreedores ante la crisis mundial, y no por los esfuerzos del gobierno para reducir sus excesos.

Muchas cosas tendrán que cambiar para que los pilares del último año , corroídos por la corrupción, el despilfarro, la cobardía y la lentitud, sigan sosteniendo al gobierno y al país. Después de tres años de ofertas incumplidas, el escepticismo pesa más que el entusiasmo. Porque mientras miramos embelesados el horizonte del progreso, la curva de la realidad es cada vez más espesa.

La economía retrocederá a niveles de la anterior década, en cifras y en todos los aspectos. El Estado no seguirá siendo el gran empleador que fue. La pandemia deja y dejará hondas huellas en el sistema de salud, absolutamente superado por la magnitud del problema. La corrupción sigue vigente y casi intocable, en todas las esferas del poder.

La ausencia de un plan de reactivación es un secreto a voces que muy pocos reclaman, a pesar de su urgencia. La sustitución de deuda para salir del agiotista régimen chino es importante, pero generar deudas cada vez mayores es insostenible en el mediano plazo. Urge el cambio de modelo económico, salir del paternalismo estatal y abrir espacios a la inversión de riesgo para atraer capitales al País.

Y eso se logra con hechos. No con palabras bonitas. El Ecuador ha estado lleno de picos de oro. Ninguno ha cumplido con sus ofertas. Resulta ilusorio pensar que esta vez va a ser diferente. Guardemos los aplausos para exigir resultados, las lisonjas para las realizaciones y los agradecimientos para los hechos palpables y las actitudes honestas. Basta de dobles discursos. Obras son amores y no buenas razones.

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