Los diablos invaden Píllaro en la famosa «diablada»

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Ecuador (AP) — Cuando los diablos invaden el pintoresco pueblo de Píllaro, en el centro andino de Ecuador, nadie corre ni lanza plegarias invocando protección divina, pero tampoco se queda quieto.

Personas disfrazadas de diablos llegan en medio de un canicular sol desde las montañas, por pequeños caminos, polvorientos y serpenteantes. Ingresan al pueblo con desparpajo y durante un tiempo se apoderan de las calles y la plaza al ritmo de la banda popular, mientras los comerciantes informales presurosos ofrecen cuadros de la Virgen.

Estos diablos, algunos de los cuales llevan caretas hasta de 1,5 metros dignas de las pesadillas más horrorosas, no causan daño ninguno, pero incitan maliciosos a los pillareños y turistas nacionales y extranjeros que hacen calle de honor en las doce cuadras que dura el desfile, a bailar hasta el agotamiento, en medio de la generosa oferta de licor de todo tipo y comida de la zona.

Nadie huye ante aquel espectáculo infernal, pero tampoco se queda quieto, los diablos se apoderan del pueblo, y del cuerpo y alma de quienes los miran durante ocho días, desde el 01 al 6 de enero, Día de los Reyes Magos, en la tradición religiosa católica.

Aunque el inicio de esta tradición se pierde en la oscuridad de los tiempos, una de las versiones más aceptadas es que a finales de la década de 1940 empezó «la Diablada» como parte de una presunta pelea entre pequeños asentamientos de la zona, en rivalidad por el cortejo de las mujeres más guapas.

Por lo general los diablos con las máscaras más grandes cierran las comparsas: lucen largas capas negras, exhiben enormes cuernos, orejas puntiagudas, largos colmillos, narices aguileñas, sonrisa libertina, colas largas, trajes rojos y un incansable entusiasmo para bailar sin detenerse ante miles de turistas que los aplauden con alegría desbordada.

Junto a los diablos se encuentran personajes como las «guarichas», que simbolizan madres solteras en busca de un padre para sus hijos; «capariches», barrenderos encargados de limpiar la vía para el paso de los diablos y parejas de elegantes danzantes que ponen la picardía en el baile.

Poco después la comparsa, como por arte de maleficio, desaparece por los oscuros caminos por donde llegó, pero de inmediato por otra calle, aparece una nueva comitiva que endiabladamente marca el compás de los ritmos propios de la región andina, y se reanuda los gritos y la algarabía popular.

Los diablos y los turistas esperaron un año para ser liberados y dar rienda suelta a su alegría en este pueblo ecuatoriano, 100 kilómetros al sur de Quito.

Aunque los diablos parecen terribles, son el centro y motivo del festejo popular que se ha convertido en atracción de multitudes de turistas nacionales y extranjeros que hacen verdaderas calles de honor mientras disfrutan esta fiesta profana.

En medio de un país de fuerte convicción religiosa católica, estos diablos cada año tienen más seguidores, quizá porque simbolizan lo festivo y profano que todas las personas llevan dentro. [I]

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