Supermercado

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

Se trata de llamar la atención para vender más. En navidad, los administradores de los supermercados disfrazan a los empleados de “papanueles”, duendes, renos. Y si la promoción es de carnes, como ahora, los disfrazan de vacas.

La “impulsadora” viste un traje de una sola pieza, que parece una gran funda de almohada, con unas manchas negras esparcidas sobre el fondo blanco. Para que el efecto sea más realista, el fabricante del traje le ha añadido unas ubres de caucho: unas ubres rosadas de caucho.

Mientras me habla del 30% de descuento en la carne molida, yo trato de mantener mis ojos fijos en los ojos de la vendedora, y de no bajarlos hacia esas perturbadoras ubres pálidas y erectas.

Ir de vaca es peor que ir de duende. O, más bien, ir de duende o hasta de Minnie Mouse es mucho mejor que ir de vaca con las ubres expuestas a todas las miradas. Este hecho, fuera de un supermercado, podría darse solo en dos circunstancias. Primera: que la vaca se encuentre tendida en la hierba patas arriba o, segunda: que, en lugar de caminar en cuatro patas, caminara solo en dos: erguida.

El realismo duro del diseñador del disfraz, avalado por el gerente o quien quiera que sea el que tome las decisiones sobre la publicidad in situ en un supermercado, se convierte, así, en una grotesca fantasía.

La chica disfrazada es muy amable. Y, por lo que puedo ver, no le incomoda llevar el traje en el que la han enfundado. Persuade a los clientes de comprar la carne molida con descuento desde la autoridad que le da representar a una vaca: su poder está en su traje, como el del presidente de la república en la Constitución.

Preguntas obligadas: ¿cómo piensan los gerentes y los publicistas de los supermercados?, ¿en realidad, venden más las chicas disfrazadas de animales o vegetales que las vestidas como las personas comunes y corrientes?, ¿al gerente del local le gustaría ver a su esposa alternando con el público disfrazada de vaca?

Ver tigres, “noeles” o enanos verdes no sorprende a la gente que acostumbra ir a los supermercados y centros comerciales. La dosis de absurdo y ridículo que pueden aceptar ahí es anormalmente alta.
Las decisiones de disfrazar a los empleados deben tomarse, supongo, en reuniones serias, entre personas serias. En alguna de esas reuniones, alguien, seriamente, habrá dicho: “vamos a poner a una impulsadora disfrazada de vaca en la sección de las carnes”. Y los demás habrán asentido.

¿Necesita carne molida barata? Vaya al Supermercado Santa María, el de la Simón Bolívar, entre la García Moreno y Venezuela. Solo una advertencia: si usted es una persona sensible, y la impulsadora de productos cárnicos se le acerca, meliflua, en su traje de vaca, ofreciéndole, como a Cristo Satanás, algo a lo que no puede resistirse, procure fijar los ojos en sus ojos. El mal que, en forma de canto de sirena, obligó a Ulises a pedir que lo ataran al mástil de su barco, intentará hacerle bajar la vista. Si lo logra, descubrirá que el mal tiene color. Y pasará el resto del día nervioso. Y se despertará sudando en la madrugada, deslumbrado por el mal: esa horrible luz rosada.

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