
El tema es fundamental cuando el actual gobierno busca afanosamente atraer inversión extranjera. Y más aún cuando la postura de la vieja Corte no tiene sustento ni siquiera en la chauvinista Constitución de Montecristi, cuyos ideólogos no llegaron en verdad a prohibir acuerdos de arbitraje como los referidos, por más que luego de expedida se hubiesen afanado en intentar hacerla decir cosa distinta.
La Constitución prohíbe (art. 422) que se celebre tratados en los que el Estado acepte dirimir, mediante arbitraje internacional, controversias “contractuales o de índole comercial” con personas naturales o jurídicas privadas. Los tratados de inversión no generan obligaciones contractuales ni comerciales entre el inversor y el Estado receptor. De hecho, es muy posible que entre ambos no exista relación contractual alguna. Las obligaciones que los Estados adquieren en tal clase de tratados distan mucho de ser comerciales. Su naturaleza es de derecho internacional público.
Sigue de lo anterior, dicho en román paladino, que no existe la cacareada prohibición constitucional. Incluso si fuese verdad que en algún momento los constituyentes hubiesen querido imponerla, habrían fracasado estrepitosamente, al punto que durante todo el régimen Correa se mantuvo la vigencia de la mayoría de los tratados que el Ecuador ya tenía celebrados, habiendo sido denunciados tan solo pocos días antes del cambio de mando, en clara zancadilla al régimen de Lenín Moreno.