
Bogotá, Colombia
En los últimos 120 años Estados Unidos ha sido, sin duda, la democracia más vital del mundo; es más, sus muertos en la Primera y Segunda Guerra Mundial, en la guerra de Corea y la defensa de Occidente durante la guerra fría facilitaron la consolidación de libertades, democracia y desarrollo en el mundo liberal.
De ahí, la gravedad de lo que hoy sucede en esa potencia mundial que, poco a poco deja, de ser ese referente de democracia y libertad al que nos había acostumbrado y muestra los peores aspectos del deterioro institucional que trae la brutal polarización que vive esa nación. No me refiero a Trump o al Congreso, pues esa situación ya lleva más de seis años; es el poder judicial el que ahora se ve enfrascado en esa disputa ideológica.
Esto no es nuevo. No se puede olvidar cuando el Senado, con el apoyo de una parte de los parlamentarios republicanos, rechazó la nominación que hizo Ronald Reagan de Robert Bork a la Corte Suprema, pero lo que hoy se vive en el poder judicial americano es de otro calibre pues trasciende a la máxima Corte, pone en duda la imparcialidad de la justicia y crea inmensos riesgos democráticos al ideologizar la separación de poderes.
La acusación judicial por parte de un fiscal de New York de Donald Trump es un síntoma claro de esa nueva batalla política. El efecto de esta acusación es indudable, fortalece a Trump como candidato a la Presidencia por el Partido Republicano y casi que garantiza un triunfo demócrata en las elecciones del 2024 si el expresidente es su rival. Claro, nadie puede estar por encima de la ley, pero muchos analistas liberales e independientes dicen que la acusación deja mucho que desear.

Otro de los casos tiene que ver con los jueces federales. El juez Federal de Texas Matthew Kacsmaryk, nominado por Trump, decide prohibir a la agencia federal que aprueba los medicamentos –la FDA– que Mifepristone, una píldora que facilita el aborto, salga al mercado. A la vez otro juez Federal en el estado de Washington, Thomas O. Rice nominado por Barack Obama, pide a la FDA que siga su proceso y permita que ese medicamento sea vendido en el país.
El último caso de estas dos semanas es la elección de una juez liberal en la Corte Suprema del estado de Wisconsin. En juego estaba la mayoría conservadora en ese tribunal y el debate fue feroz. Se gastaron más de 45 millones de dólares en esa elección que, como me dijo un amigo en Washington que la siguió, “parecía más una elección a gobernador que a la Corte Suprema”.
El tema, como en el caso anterior, era defender el derecho al aborto. Con mayoría conservadora en ese tribunal se mantendría la prohibición que hoy rige, basada en una ley de hace dos siglos.
Hoy la decisiones y las polémicas tienen que ver con el aborto, pero mañana, seguramente, será la migración. La polarización acabó con cualquier debate sensato sobre estos temas y casi que sobre cualquier asunto en ese país. Es más, incluso en política exterior ya se ve esa fractura; tanto así, que hoy hay sectores extremos del Partido Republicano que prefieren a Putin sobre Zelensky y otros que quieren acabar con el apoyo a Ucrania.
El gran responsable de esta tragedia es el Congreso, que nunca abordó y decidió sobre estos temas. La Corte Suprema ha fallado sobre el aborto, a favor en 1973 y en contra el año pasado, porque el Congreso no ha logrado, en estos 50 años, decidir de una manera u otra en este tema; se lo dejó al poder judicial, que hoy se ha vuelto actor político e ideológico con todo tipo de consecuencias. Ahí viene el deterioro institucional y el daño a la democracia.
Cuando un juez decide basado en su creencia ideológica y no en su respeto a la ley se acaba la seguridad jurídica, que es el pilar de la democracia. La diferencia entre la libertad y el autoritarismo es el debido proceso que garantiza un juez imparcial, si esa imparcialidad se acaba se empiezan a borrar las diferencias entre una democracia y una dictadura.
Los dictadores y los déspotas lo primero que quieren cooptar es la justicia. No aceptan un poder judicial independiente, llenan las cortes de amigos o de quienes tienen las misma creencias para actuar sin freno alguno. En las dictaduras comunistas votaban el 99 por ciento de los ciudadanos a favor del dictador, pero no eran democracias, obviamente; por eso, la separación de poderes, ese gran legado de Washington, Adams y Jefferson, entre otros, es vital para la preservación de la naturaleza de ese modelo de gobierno que protege libertades y derechos.
Lo sucedido en estas últimas semanas con el poder judicial muestra cómo las inmensas fracturas ideológicas en la sociedad estadounidense comienzan a desgastar y, de cierta manera deslegitimar, las instituciones, tanto a nivel nacional como estatal. Si un juez representa a una facción de la sociedad y otro a otra, como sucedió en el caso de las píldoras para abortar, la imparcialidad de la Justicia se va al traste y, con ello, la seguridad jurídica y la estabilidad de la nación.
Recuerdo cuando un amigo me dijo hace uno años que se sentía en 1859, un año antes de que la Guerra Civil se iniciara. Pensé que estaba loco, pero hoy, viendo una nación fracturada, con más de 300 millones de armas en manos de los ciudadanos, cualquier cosa puede pasar.
Muy triste el momento que vive Estados Unidos, y no se ve ningún matiz que dé esperanza. Los radicales de ambos partidos ganan cada día más espacios y ese centro moderado, que hizo tantas reformas políticas, económicas y sociales en los últimos 60 años, ya es cosa del pasado. Hoy, esa nación, que era una luz de esperanza que iluminaba al mundo en los momentos más oscuros, en plena guerra en Ucrania y con la amenaza de la hegemonía China que amenaza las libertades en el planeta, más parece un viejo faro apagado que los turistas visitan para recordar la historia.