Utopía y filosofía de la liberación

Carlos Jijón

Guayaquil, Ecuador

En su libro sobre “El fracaso de la filosofía de la liberación latinoamericana”, Joaquín Hernández plantea la necesidad de encontrar una utopía como fuerza que impulse a las sociedades en su búsqueda de “la comprensión del hombre y de su dignidad, como fin, y no como medio”.

Hernández, que es un rector universitario, actualmente a la cabeza de la ECOTEC y anteriormente en la UESS, analiza las ideas del argentino Arturo Andrés Roig sobre la necesidad de que América Latina piense sobre sí misma y desarrolle una filosofía propia, que le permita entenderse a sí misma para sacudirse de la miseria y la violencia que la domina.

Roig describe a la utopía como «el poder regulador de la idea», y se pregunta «cuál debe ser su función dentro del discurso liberador y si ha de ser rechazada en cuanto a fuerza creadora». Ni Roig ni Hernández sugieren cuál debe ser ese lugar ideal hacia el que debemos avanzar, y creo es nuestro papel como lectores el analizarlo.

¿Cuál debe ser la utopía de un país con la cuarta parte de de su población por debajo de la línea de pobreza y gran parte de su territorio, casi toda la franja costera, tomada por las bandas de la delincuencia organizada y el narcotráfico? ¿Por qué no están hablando de esto los candidatos a la presidencia de la República para las elecciones de febrero? ¿Cuál es el ideal común en base al cual los ecuatorianos debemos a llegar a un consenso para seguirlo incesantemente, gobierno tras gobierno, por lo menos durante la próxima década?

Algunos creerán que el triunfo sobre la delincuencia organizada para evitar que el Ecuador se convierta en una nueva Haití. Otros, la eliminación al menos de la pobreza extrema, que condena a cerca de dos millones de personas, al peligro de la desnutrición crónica. Yo me permito ensayar la idea de que la utopía que debemos perseguir, como nación, es el crecimiento económico anual en 10 puntos del PIB durante al menos las próximas tres décadas.

¿Qué es imposible? Bueno, por eso lo planteo como una utopía. Pero estoy consciente de que el Perú, que cuando yo empecé a ejercer el periodismo, en 1982, era una nación consumida por la inflación y devastada por la violencia criminal de Sendero Luminoso, ha crecido a un ritmo entre el 5 y los 10 puntos anuales del PIB desde Alberto Fujimori. Y que Panamá, que en 1989 logró liberarse de la dictadura del general Noriega gracias a la intervención militar de los Estados Unidos, ordenada entonces por Bush padre, ha fluctuado también entre el 5 y el 10% desde hace diez años.

¿Qué tienen Perú y Panamá que no tenga Ecuador? Quizás una política económica liberal que no ha sido cambiado, en el caso peruano, ni por los izquierdistas Ollanta Humala ni por Pedro Castillo. ¿Qué en el Ecuador una política liberal ha sido prácticamente abolida por la Constitución de Montecristi? Pues entonces habrá que desmontar Montecristi.

Quizás sea el momento de entender que ya no basta con ganarle las elecciones presidenciales al correísmo sino que necesitamos la fuerza legislativa necesaria para terminar con la base ideológica fundamental del correísmo que es la Constitución de 2008. Y que ese será, indiscutiblemente, el primer paso que debemos dar para la consecución de nuestra utopía. Una nación en la que el crecimiento económico permita la eliminación de la miseria y otorgue al Estado el poder necesario para luchar contra el crimen.

Superar el pasado, como plantea Joaquín Hernández, siguiendo a Roig. Entendiendo que lo utópico es el ingrediente natural de una liberación “que se abre no hacia el pasado, sino hacia el futuro, y que es el lugar de lo nuevo”. Vale.

Foto de archivo de la sede de la asamblea Constituyente en Montecristi.

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