Cuando el Estado nos espía

Rene Betancourt

Quito, Ecuador

¿Qué sucede cuando el Estado, en vez de protegernos, decide vigilarnos? ¿Cuándo deja de distinguir entre verdaderos enemigos y ciudadanos comunes, y convierte la sospecha en la norma? Ese es el riesgo que hoy enfrenta Ecuador. En un momento histórico en que los pueblos reclaman más derechos, mayor control ciudadano y transparencia en el ejercicio del poder, el país parece avanzar en la dirección contraria.

El 10 de junio de 2025 entró en vigor la nueva Ley Orgánica de Inteligencia y Contrainteligencia, aprobada por la Asamblea Nacional con 77 votos. Esta norma, que regula el Sistema Nacional de Inteligencia con el supuesto objetivo de prevenir amenazas a la seguridad del Estado, representa un preocupante retroceso.

Bajo el pretexto de protegernos, establece un aparato de vigilancia con poderes desproporcionados, sin control judicial, sin garantías efectivas y sin transparencia institucional. Si no levantamos la voz hoy, mañana podríamos despertar en un país donde la excepción se haya convertido en la regla.

Porque cuando el Estado nos espía, no se limita a perseguir criminales: puede observar, almacenar, rastrear, cruzar datos y anticipar movimientos de cualquier ciudadano sin justificación clara. Uno de los aspectos más alarmantes de esta ley es que otorga al Estado facultades de vigilancia sin rendición de cuentas.

El artículo 51 permite acceder, en tiempo real y sin orden judicial, a la geolocalización y metadatos de cualquier persona por hasta cinco años, con solo una “solicitud debidamente justificada”. ¿Quién decide qué es “justificado”? El mismo poder que vigila. En otras palabras, un sistema que se autorregula, opera en secreto y carece de supervisión independiente. Esta lógica se repite en el artículo 47, que autoriza el acceso inmediato a información —incluso clasificada— de entidades públicas o privadas, también sin intervención judicial.

Así se institucionaliza la opacidad, se debilitan los límites del poder y se borra la línea entre seguridad y abuso.

El límite del poder está claramente establecido en la Constitución, pero esta Ley parece contradecir tanto su espíritu como su letra. Toda restricción a los derechos debe estar fundamentada en leyes justificadas y estar sujeta a controles rigurosos. En ese sentido, el artículo 66, numeral 15, garantiza la inviolabilidad de la privacidad y prohíbe cualquier intervención sin una orden judicial previa. La intimidad no es una concesión del Estado; es un derecho fundamental e inviolable.

La Corte Constitucional, en su sentencia 77-16-IN/22, reafirma estos principios de manera categórica. Allí, la Corte establece que:
• Autorización judicial previa para toda interceptación o vigilancia intrusiva.
• Fundamento en pruebas concretas de necesidad y proporcionalidad.
• Eliminación inmediata de información irrelevante.
• Supervisión independiente y transparencia para evitar abusos.
Estas garantías no son obstáculo, sino el fundamento de una seguridad legítima.

Sin embargo, la Ley Orgánica de Inteligencia y Contrainteligencia contradice estos principios fundamentales. Permite accesos sin control judicial, con criterios vagos como la «solicitud debidamente justificada», sin definición clara ni supervisión independiente, lo que la hace inconstitucional y peligrosa para la democracia.

La Ley permite que operaciones, archivos y métodos permanezcan secretos hasta 15 años. No hay concursos públicos ni fiscalización real. La Defensoría de Pueblo y los jueces están ausentes. El ciudadano, en cambio, queda completamente expuesto. Este no es un modelo democrático de seguridad, sino un modelo de poder sin contrapesos.

No es paranoia, es historia. América Latina conoce bien el costo de la vigilancia sin límites. Durante las dictaduras militares en Argentina y Chile se implementaron sistemas de espionaje masivo que dieron lugar a persecuciones políticas, listas negras y desapariciones forzadas. En Guatemala, la vigilancia estatal facilitó la represión durante el conflicto armado interno con consecuencias similares. Ni siquiera en los peores momentos del terrorismo global, como tras el 11 de septiembre de 2001, los estándares internacionales han permitido el tipo de vigilancia descontrolada que hoy promueve esta ley.

La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sido clara y consistente: en casos emblemáticos como Claude Reyes vs. Chile (2013) y Vélez Restrepo vs. Colombia (2012), ha establecido que toda forma de vigilancia debe regirse por los principios de legalidad, necesidad, proporcionalidad y supervisión judicial independiente.

La interceptación de comunicaciones, en particular, solo es legítima cuando se realiza dentro de procedimientos legales y con autorización judicial previa, salvaguardando así el derecho a la privacidad y la libertad de expresión. La Corte condenó la vigilancia masiva sin mecanismos adecuados de control y supervisión, subrayando que la seguridad nacional no puede justificar restricciones arbitrarias o desproporcionadas a los derechos humanos. Y en Europa, tras las revelaciones de Edward Snowden, el Tribunal Europeo condenó los programas de vigilancia masiva por violar el derecho a la privacidad.

La pregunta es ¿por qué Ecuador debería seguir un camino que el mundo ya ha repudiado?

El riesgo no es solo jurídico: es existencial. Una sociedad vigilada es una sociedad silenciada. ¿Quién denunciará la corrupción si sabe que sus llamadas, ubicación y contactos pueden ser monitoreados sin control? ¿Qué periodista investigará al poder si el poder puede espiarlo? ¿Cómo ejercer oposición legítima si cualquier disenso se criminaliza bajo la excusa de “riesgo a la seguridad”?

Otorgar facultades de vigilancia tan amplias y opacas facilita su uso contra opositores, periodistas o ciudadanos comunes. Esto no es una hipótesis: es una realidad documentada bajo regímenes autoritarios. Además, la vigilancia masiva genera exceso de información irrelevante, entorpeciendo la detección de amenazas reales.

La experiencia internacional lo confirma: la lucha contra el crimen organizado no se gana espiando a todos, sino mediante investigaciones focalizadas, fundadas en indicios concretos y respetuosas de las garantías legales. La vigilancia indiscriminada no solo es ineficaz, sino que dispersa recursos, desvía la atención de los verdaderos riesgos y puede generar más problemas que soluciones.

El argumento de que “sirve para combatir el crimen” no justifica medios sin límites. La seguridad nacional y la lucha contra la delincuencia no pueden convertirse en pretextos para eliminar controles indispensables sobre herramientas de vigilancia. Sin control judicial previo, sin transparencia ni supervisión independiente, se abre una puerta peligrosa a abusos, persecuciones arbitrarias y violaciones graves de derechos fundamentales. La seguridad debe construirse sobre cimientos sólidos de legalidad y respeto a la dignidad humana, no sobre un autoritarismo disfrazado de protección.

Cumplir la Constitución y proteger derechos humanos no debilita la seguridad: la fortalece. Un Estado que actúa dentro de la ley, con controles y transparencia, genera confianza ciudadana y cooperación frente a la delincuencia. Por ello, la Asamblea debe reformar esta ley. La Corte Constitucional debe revisarla. La ciudadanía debe exigirlo. No podemos normalizar el espionaje como herramienta cotidiana del Estado. La inteligencia es necesaria, sí, pero sin control judicial, sin transparencia y sin respeto a los derechos fundamentales, deja de ser protección y se convierte en amenaza.

Ecuador no necesita más concentración de poder. Necesita más garantías, más verdad y más justicia. Y, sobre todo, necesita una ciudadanía despierta. Porque cuando la vigilancia se convierte en norma, el silencio no es opción, sino condena.

Aún estamos a tiempo de revertirlo.

Machala (El Oro) 11 de junio del 2025.- El presidente Daniel Noboa recibió el Bastón de Mando y Servicio por parte de los GAD. Foto: Carlos Silva/ Presidencia de la República.

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