Banderas para tapar cadáveres

El presidente de Ecuador, Daniel Noboa, habla en una movilización este martes, en Quito (Ecuador). Noboa encabeza una protesta contra la Corte Constitucional, por haber suspendido parcialmente una serie de leyes promovidas por su Gobierno. EFE/ José Jácome

Rene Betancourt

Quito, Ecuador

El 12 de agosto, Ecuador no vio una protesta nacida del clamor popular, sino un desfile cuidadosamente orquestado desde el poder. La convocatoria la hizo el presidente Daniel Noboa y el libreto estaba claro: marchar contra la Corte Constitucional. Buses fletados desde varias provincias, banderas listas, camisetas impresas y asambleístas oficialistas que, tras pedir licencia y dejar vacíos sus escaños, se sumaban a la procesión.

Si la causa hubiera sido exigir justicia por los recién nacidos muertos en hospitales públicos por falta de insumos y atención, o por los bebés abandonados en centros de salud sin que el Estado asumiera su protección, habría sido un acto de dignidad. Pero no lo fue. Fue otra movilización política maquillada de causa noble, consumiendo tiempo y energía que deberían destinarse a legislar y fiscalizar.

Detrás de esta marcha no estuvo la voz de la ciudadanía, sino la pluma del poder. En este Ecuador sin partitura común, donde la armonía institucional se perdió hace tiempo, la justicia se trata como botín de guerra y la democracia como un mueble arrumbado en el pasillo. No es un arrebato pasajero, sino una coreografía en tres pasos: primero tomar el control del Consejo de la Judicatura, luego amarrar al perro bravo, que es la Corte Constitucional, hasta que deje de morder, y por último servirse la Fiscalía General como postre.

Hoy el plato fuerte es la Corte Constitucional; a la que se la ha bautizado como “enemigo del pueblo”. El 4 de agosto suspendió temporalmente artículos de tres leyes impulsadas por el presidente como parte de su agenda de seguridad, para evaluar si respetan las normas constitucionales. Ese es su trabajo.

Pero en vez de respetar el proceso, las calles de Quito amanecieron empapeladas con los rostros de sus nueve jueces acusándolos de “robar la paz”, un mensaje claro de intimidación que llevó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a expresar su preocupación por actos y discursos que pueden amenazar la labor independiente de juezas y jueces de la Corte. Y no es paranoia: la protesta del 12 de agosto, convocada por el Gobierno y respaldada por autoridades de la Asamblea Nacional, se suma a una campaña de desprestigio en redes y en la vía pública, coronada por el traslado de una tanqueta militar al edificio de la Corte, imagen que proyecta más advertencia que respeto por la institucionalidad.

Mientras tanto, Ecuador rompe récord de violencia: 4.619 homicidios en seis meses. Pero la culpa, nos dicen, es de otro. El Gobierno prefiere fabricar enemigos políticos antes que reconocer que la inseguridad no se combate marchando contra jueces, sino fortaleciendo las instituciones que ahora se están debilitando deliberadamente.

La marcha del 12 de agosto no es un hecho aislado, sino parte de un tablero donde el Ejecutivo busca concentrar poder, debilitar contrapesos y someter a las instituciones. Por eso resulta penoso ver a jóvenes legisladores que llegaron como promesa de renovación reducidos a extras de propaganda. La Asamblea no está para coreografías ni pancartas, sino para leyes bien hechas y fiscalización rigurosa. El escaño no se honra agitando pancartas, sino con independencia, criterio y resultados.

Y sin embargo, la convocatoria funcionó. La gente acudió, pero no movida por un análisis sereno de la causa, sino por una suma de un montón de cosas que poco tienen que ver con la defensa real de la democracia. Está la lealtad política o personal, que empuja a obedecer sin preguntar, blindando al líder aunque la causa sea endeble. Está la narrativa emocional que fabrica enemigos y héroes de ocasión, reduciendo todo a una pelea tribal donde pensar se vuelve casi un acto de traición. Está la logística bien engrasada, con buses, banderas, camisetas y comida que garantizan asistencia aunque falte convicción. Está la búsqueda de pertenencia, ese impulso de sentirse parte de “los nuestros” aunque no se entienda para qué, alimentada por la desinformación cruda de quienes marchan sin saber qué resolvió la Corte, de qué tratan las leyes puestas en pausa ni por qué.

En los videos se les ve, gorra en mano y camiseta morada recién planchada, tartamudeando cuando les preguntan por qué marchan. No lo saben o no lo quieren decir. Olvidaron que hace poco el país se apagó catorce horas seguidas, que el IVA subió al quince por ciento y la inseguridad sigue campante, que el famoso Plan Fénix se esfumó en humo de cadena nacional. No marcharon cuando la salud perdió cien millones, cuando se firmaron contratos irregulares por millones, cuando al grupo del presidente le desaparecieron setenta millones en impuestos sin explicación. Tampoco marcharon por los 4.619 asesinatos. Pero hoy caminan, cantan y aplauden porque el jefe los llama a defenderlo de nueve jueces que le ponen un freno.

Es el país del olvido selectivo: aguanta los golpes en silencio y se viste de causa justa cuando el golpe viene de su patrón.

Y mientras este año se perfila como el más violento de la historia, con cadáveres amontonándose en morgues, la pregunta es inevitable: ¿tiene el Gobierno el enfoque correcto? En vez de blindar fronteras, golpear al crimen organizado y devolver seguridad a las calles, gasta su energía en hostigar a la Corte. Y no me vengan con el cuento barato de que la culpa es de las leyes o de la Corte. Los 4.619 homicidios no se cometieron entre bibliotecas jurídicas y códigos, sino en calles que el Estado abandonó para que las administre la ley del plomo.

Si quieren resultados, sigan el rastro del dinero: ahí están las economías criminales, aceitando la máquina de la muerte, comprando policías, alquilando conciencias y decidiendo quién vive y quién muere mientras el poder se entretiene buscando pleito con jueces.

Esto no es patrimonio de un solo grupo político. No es cuestión de correístas o noboístas. Es el síntoma de algo más profundo: la descomposición social, la desinstitucionalización y un Estado que ya no protege a sus ciudadanos, sino que se protege a sí mismo y a quienes lo ocupan. Y lo más grave: para sostenerse, manipula a una parte de la ciudadanía, convirtiendo su indignación legítima en obediencia ciega, y llenando las calles de gente que defiende intereses que no son suyos, sino del poder que los convoca.

Cuando la justicia deja de ser un poder independiente y se convierte en un instrumento del Ejecutivo, la democracia deja de existir en los hechos, aunque continúe en el papel. Ese quiebre lo estamos pagando todos, incluso quienes aplauden hoy, porque mañana podrían ser los próximos en necesitar un juez que no esté de rodillas ante el poder. Y cuando llegue ese día, no habrá marcha, ni bus, ni camiseta que alcance para devolverles la justicia que hoy están ayudando a enterrar.

Más relacionadas