
Quito, Ecuador.
Las imágenes que se graban en la mente durante la infancia suelen ser las más perdurables, marcando no solo nuestra percepción del mundo, sino también nuestra sensibilidad estética.
Una de esas imágenes cinematográficas, imborrable en mi memoria, transcurre en un comedor a bordo de una nave espacial, donde siete tripulantes comparten una cena aparentemente tranquila. De pronto, la calma se fractura: uno de ellos, Kane (interpretado por John Hurt), comienza a toser, se retuerce de dolor y convulsiona violentamente sobre la mesa. Sus compañeros, desconcertados, intentan ayudarlo, pero el caos estalla en un instante: una criatura grotesca, pequeña y letal, emerge abruptamente de su pecho entre sangre y gritos, dejando una huella de horror.
Los cinéfilos reconocerán al instante esta escena de Alien: El octavo pasajero (1979), dirigida por Ridley Scott. Mi infancia, lejos de los mundos edulcorados de Disney que fascinaban a otros niños, encontró su refugio en las sombras de las grandes obras del cine de ciencia ficción, terror y aventura. Aquella escena, con su tensión visceral y su estética inquietante, para mí se convirtió en un portal hacia lo sublime. Décadas después, al explorar la serie Alien: Earth (2025), producida por Scott, redescubrí, en esa misma atmósfera perturbadora, un eco de mi fascinación infantil que me llevó a conectar la obra con los arcanos del arte.
La película de Scott siempre me resultó enigmática, más allá de la fascinación por la criatura diseñada por Hans Ruedi Giger, el artista gráfico y escultor suizo. En mi juventud, no podía descifrar del todo el tropo que subyacía en su atmósfera opresiva. Fue en 2004, en una exposición en el Instituto Valenciano de Arte Moderno, donde hallé una repercusión inesperada: las pinturas de Francis Bacon. Sus figuras humanas distorsionadas, con rostros desencajados y cuerpos retorcidos en fondos sombríos, compartían el mismo espíritu inquietante que Alien.
Las formas carnosas y fragmentadas de Bacon, expuestas en un torbellino de angustia, parecían dialogar con la brutalidad del monstruo, ambos reflejos de una humanidad desnuda y vulnerable.
Francis Bacon, poète maudit, creó en 1944, al cierre de la Segunda Guerra Mundial, Tres estudios para figuras en la base de una crucifixión, una pintura que marcó un hito en su carrera y en el movimiento neofigurativo. Esta corriente, surgida como reacción al arte abstracto dominante, recupera la figura humana, pero la somete a una transformación deliberada: cuerpos deformados, reducidos a carne cruda y expuestos en su fragilidad más animal.
A través de pinceladas intensas y colores sombríos, el neofigurativismo canaliza emociones profundas como la soledad, el terror y la angustia, reflejando el trauma de un mundo devastado por la guerra. En las obras de Bacon, la figura humana se convierte en un grito silencioso, un eco de los instintos animales latentes en nuestra psique.
A diferencia de las concepciones sacras del arte religioso, que idealizan el cuerpo como reflejo de lo divino y glorifican el sufrimiento como un camino hacia la redención, la neofiguración en la pintura despoja al cuerpo de toda trascendencia.
Bacon y sus contemporáneos, marcados por el horror de los conflictos bélicos del siglo XX, presentaron la figura humana como carne mortal: distorsionada, fragmentada y desprovista de esperanza espiritual. H.R. Giger halló inspiración en este enfoque visceral y profano, infundiendo a la criatura de Alien una estética que encarna la brutalidad instintiva y la deshumanización.
El xenomorfo no solo aterroriza por su violencia, sino que refleja la misma angustia existencial que Bacon plasma en sus lienzos: un cuerpo humano reducido a su esencia más primal, atrapado en un ciclo de destrucción.
Así, los temores a la guerra y las denuncias contra la barbarie de las conquistas impregnaron el espíritu de Alien: El octavo pasajero. A finales de los años setenta, el mundo aún se estremecía por las secuelas de la Guerra de Vietnam, finalizada en 1975. Este conflicto seguía generando inestabilidad en el sudeste asiático, mientras la Guerra Fría, con su tensa división entre Europa Occidental y Oriental, mantenía al planeta al borde de una colisión global.
No es casualidad que la maravilla creativa de Ridley Scott resonara con la literatura antibelicista de Joseph Conrad, cuya crítica al colonialismo y la deshumanización también inspiró a la cinta. De manera similar, en 1979, Francis Ford Coppola estrenó Apocalypse Now, un poderoso filme que condenó la incursión estadounidense en Vietnam, basado en el libro El corazón de las tinieblas del escritor polaco-británico. Ambas películas, cada una a su modo, reflejaron el clima de ansiedad y cuestionamiento moral de una era marcada por la violencia y la ambición desmedida.
En este sentido, la conexión entre Alien y el neofigurativismo de Bacon revela algo más profundo: lo siniestro trasciende el tiempo y se arraiga en nuestra psique. Las imágenes que esta película dejó en mi infancia, no solo me impresionaron, sino que me invitaron a explorar los límites de la humanidad dentro del arte.
Al igual que las figuras retorcidas de Bacon, el universo de Alien nos confronta con nuestra propia fragilidad, recordándonos que la belleza de lo sublime puede habitar incluso en las formas más grotescas. Esta fascinación, nacida en la niñez, sigue calando en mi persona en cada nueva iteración de la saga, como Alien: Earth, lo que demuestra que el arte, hasta en su forma más primigenia, tiene el poder de transformar nuestra conciencia.
Alien: El octavo pasajero y las obras de Bacon no solo comparten una estética visceral, sino también una atmósfera de resistencia frente a un mundo fracturado. En una era marcada por las guerras y la alienación, este tipo de creaciones artísticas se alzan como espejos de nuestra ansiedad colectiva, cuestionando los costos de la ambición, el poder y el progreso.

Al redescubrir estas obras, no solo se honra su legado, sino que encontramos en ellas una llamada urgente: el arte, ya sea en lienzos o en la pantalla, nos desafía a enfrentar nuestras sombras y a buscar sentido en un universo que, como el monstruo alienígena, a veces parece diseñado para devorarnos.