
Quito, Ecuador
La castración química y el registro de ofensores sexuales no desaparecieron con el dictamen 6-25-RC/25, apenas cambiaron de escenario. La iniciativa presidencial que pretendía imponer estas medidas fue frenada por la Corte Constitucional al considerarlas contrarias a los derechos humanos.
El desenlace político era inevitable: los voceros del gobierno ya tienen un eslogan venenoso para convertir la indignación social en rédito político. “La Corte defiende a los violadores” será la etiqueta de moda, un mantra tóxico diseñado para desgastar a la justicia constitucional y vender populismo penal bajo el disfraz de cruzada moral.
Esa consigna duele y polariza. De un lado, víctimas, familias y ciudadanos sienten que la justicia gira en torno a los agresores, mientras la niñez queda expuesta a una violencia que se repite con brutalidad. Del otro, la Corte recuerda que no todo puede resolverse con castigos más duros y que los derechos fundamentales no se negocian ni siquiera en nombre de la seguridad.
En lo jurídico, la Corte no titubeó. La castración química obligatoria viola la integridad física y carece de respaldo científico sólido. El registro de ofensores es otro despropósito, una condena perpetua encubierta que castiga dos veces y cancela cualquier posibilidad de reinserción. Los argumentos eran sólidos, pero no estuvieron exentos de grietas.
Una de ellas es su débil anclaje en el derecho internacional, pues la Corte se limitó a invocar principios generales de integridad y no discriminación, sin recurrir a la abundante jurisprudencia y doctrina internacional que condena los tratamientos médicos forzados y los registros punitivos encubiertos.
El Comité de Derechos Humanos de la ONU (1992) ya sostuvo que los tratamientos impuestos que alteran la integridad física violan el artículo 7 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, prohibición absoluta e inderogable frente a la tortura.
En la misma línea, el Relator Especial sobre la Tortura ha considerado que la castración química obligatoria constituye un trato cruel, inhumano y degradante cuando se aplica sin consentimiento (2009, 2013). El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha advertido en casos como X vs. Austria (1979) y Wainwright vs. UK (2006) que las medidas médicas impuestas pueden vulnerar la prohibición de tratos degradantes.
Aunque la Corte Interamericana aún no ha tratado directamente la castración química, su jurisprudencia en violencia sexual y salud mental apunta a que examinaría con extrema severidad cualquier imposición de este tipo. En pocas palabras: el derecho internacional no da margen de maniobra. La prohibición de la tortura es ius cogens, una frontera infranqueable, un límite inderogable para todos los Estados.
Al omitir estas referencias, el fallo perdió fuerza pedagógica: pudo mostrar que Ecuador no solo está sujeto a su Constitución, sino también a estándares universales inderogables.
Pero la pregunta entonces es otra: ¿de qué sirve la solidez jurídica si termina sonando a indiferencia frente al drama de las víctimas, mientras el gobierno la presenta como pócima mágica contra la violencia sexual, un truco de populismo penal que rinde más en titulares que en protección real de la niñez?
Esa es la trampa: si el fallo se lee solo en clave judicial, se pierde de vista que la propuesta del Ejecutivo brota de un clima de populismo penal, donde el endurecimiento de penas y sanciones se vende como receta inmediata para problemas estructurales. La castración química no fue una política pública seria, sino una jugada política destinada a capitalizar el miedo ciudadano y traducirlo en rédito electoral, sin estudios técnicos, evidencia científica ni análisis de derechos humanos. La Corte lo advirtió y lo frenó, pero el dictamen, aunque necesario, dejó grietas abiertas que el discurso punitivo sabrá aprovechar.
Por ejemplo, aunque descartó la eficacia de la castración química por “falta de evidencia científica”, la Corte no examinó experiencias internacionales (Corea del Sur, Polonia o ciertos estados de EE.UU.) donde esta medida se aplica con variaciones, ya sea de forma obligatoria, voluntaria o negociada. Un análisis comparado habría fortalecido el dictamen, ofreciendo un marco más claro sobre lo admisible en derechos humanos y evitando que se perciba como un cierre absoluto del debate.
Además, el fallo subraya que la castración química desconoce la finalidad constitucional de la rehabilitación, pero lo hace desde una lectura absoluta de ese principio. Hubiera sido útil explorar si la medida, en un marco voluntario, supervisado y acompañado de terapias psicológicas, podía coexistir con la rehabilitación. Al negarse siquiera a considerar esa posibilidad, la Corte perdió la oportunidad de orientar un debate serio y fijar límites claros en lugar de clausurarlo abruptamente.
Lo mismo ocurre con el registro de ofensores sexuales. El tribunal concluye que genera discriminación por pasado judicial. No obstante, existen ejemplos comparados (Chile, Colombia, Estados Unidos) donde los registros cumplen funciones preventivas y administrativas, no punitivas.
La Corte pudo haber considerado si un diseño normativo más acotado, limitado a reincidentes, con plazos definidos y acceso restringido, podía ajustarse a la Constitución. Al rechazar la idea en bloque, perdió la oportunidad de ofrecer parámetros que orienten un registro viable y terminó entregando al populismo penal un terreno fértil para crecer sin contrapesos.
El spin-off político era inevitable. El fallo tendrá una consecuencia previsible: los voceros del gobierno ya encontraron un eslogan fácil para movilizar emociones. La etiqueta “defensora de violadores” funciona como un golpe de marketing político destinado a desacreditar a la Corte, presentándola como obstáculo para la seguridad ciudadana. Este tipo de simplificaciones erosiona la legitimidad de la justicia constitucional y desplaza el debate hacia trincheras de odio, en lugar de propiciar una discusión seria sobre cómo equilibrar derechos fundamentales y protección de la niñez.
La Corte actuó correctamente al recordar que los derechos fundamentales no se negocian. Pero su decisión peca de formalismo, falta de matices y ausencia de propuestas de encauzamiento. En lugar de abrir un espacio de deliberación sobre alternativas compatibles con el derecho internacional, como medidas voluntarias o registros acotados, optó por clausurar el debate.
¿Defiende la Corte a los violadores? No. Defiende principios universales que a veces parecen letra muerta, pero que son la última barrera frente al garrote del poder.

El verdadero problema es otro: el gobierno traficó con populismo penal como quien vende veneno en frascos de agua bendita, y la Corte, al frenarlo sin matices, terminó retratada como indiferente. En ese teatro de máscaras, las víctimas vuelven a quedar en la penumbra, mientras el marketing político sienta a la justicia en el banquillo y la exhibe como si fuera la culpable de la historia.