
Guayaquil, Ecuador
Conocí a Cataleya un martes cualquiera, en una de esas visitas hospitalarias donde el tiempo se mide diferente. Pocas semanas después, ya no estaba. Pero su nombre se quedó, como se quedan ciertos encuentros que redefinen lo demás. El domingo pasado corrieron mil quinientas personas por niñas como ella. Un recorrido en una hora. Para las Cataleyas, esa hora significa trescientos sesenta y cinco días de apoyo que nadie da.
¿Por qué septiembre es tan silencioso en Ecuador? Mientras el mundo declara este mes como “Septiembre Dorado” para la concienciación del cáncer infantil, aquí lo miramos de soslayo. México arranca campañas, otros países encienden lazos dorados, nosotros cubrimos el evento pero evitamos hablar de por qué existe. ¿Será que el tema resulta incómodo? ¿Demasiado complejo para los titulares?
Los datos están ahí, insistentes: mil casos nuevos anualmente, dieciséis coma nueve niños por cada cien mil habitantes. Tres diagnósticos diarios que transcurren en silencio. Quienes trabajan en visibilizar esta realidad chocan contra la indiferencia selectiva. Como si existiera un acuerdo tácito de no hablar demasiado del tema, salvo cuando hay una competencia que cubrir.
Pero aquí está la paradoja: Ecuador fue elegido por la OMS como único país de América para la Plataforma Global de Medicamentos contra el Cáncer Infantil. Somos referente regional.
Los organismos internacionales nos reconocen por cumplir treinta y cinco criterios técnicos que otros no lograron. Nuestros hospitales fueron aprobados. En febrero incluso llegaron medicamentos valorados en dos millones de dólares gracias a la plataforma global de la OMS.
¿Cómo conciliar ese reconocimiento con lo que ven las familias que salen del Hospital Icaza Bustamante cada tarde? ¿Con quienes conocen de memoria las salas de espera, los horarios de quimioterapias, la incertidumbre de cada resultado?
Cataleya vivió en esta contradicción. En un país que es ejemplo para el mundo pero donde a cada minuto algo hace agua en las salas de oncología pediátrica. Donde la excelencia técnica convive con plantones de familias pidiendo medicamentos. Donde padres deben comprar medicinas fuera de los hospitales.
Por eso importan esos cinco kilómetros. Mientras navegamos entre logros internacionales y realidades locales, la Fundación Ser Feliz sigue visitando hospitales cada martes. Cuatrocientas treinta y ocho familias saben que alguien corrió por ellas, independientemente de los titulares o el desabastecimiento.
Los veintidós voluntarios han dibujado un mapa diferente: el de la solidaridad que funciona mientras todo lo demás se debate. Una geografía del afecto que opera al margen de las contradicciones sistémicas.
La competencia es el momento en que estas realidades se encuentran. Una hora al año en que las Cataleyas son visibles para toda la ciudad, mientras el resto del tiempo navegan entre el reconocimiento que recibimos y los problemas que enfrentamos.
La historia de Cataleya es simple: una niña que vivió en un país modelo técnico y de crisis. Una niña que no sobrevivió pero que sigue siendo razón suficiente para que los corredores participen sin resolver la paradoja, solo sosteniéndola.

Y eso es, tal vez, lo único que podemos hacer con estas contradicciones que nos habitan: sostenerlas. Cinco kilómetros para mantener en pie lo que no sabemos cómo arreglar, pero no podemos dejar de cuidar.