El berrinche constituyente

El edificio de la Corte Constitucional, rodeado por la Policía Nacional, mientras los magistrados deliberaban sobre la constitucionalidad del decreto 148 del presidente Daniel Noboa, la noche del viernes 19 de septiembre.

René Betancourt

Quito, Ecuador

El presidente más joven de la historia llegó prometiendo renovación, pero su receta frente a la crisis es un libreto gastado: culpar a otros y patear el tablero. Daniel Noboa ha decidido que la salida no está en gobernar, sino en reescribir las reglas del juego. Con un discurso inflamado contra la Corte Constitucional y la promesa de “devolver el poder al pueblo”, anunció una Asamblea Constituyente.

No es un acto de firmeza, sino un salto al vacío, un intento desesperado de cambiar la conversación y maquillar la parálisis de su gobierno.

La narrativa presidencial se sostiene en la idea de un país secuestrado por instituciones que bloquean el cambio. Sin embargo, los hechos cuentan otra historia. Noboa tuvo en sus manos una mayoría parlamentaria de 77 votos que le permitía reformas profundas a través de la Asamblea y un referéndum bien diseñado.

Prefirió otro camino: consultas con preguntas mal redactadas, considerandos llenos de errores y un pulso permanente con la Corte Constitucional, que ya le ha dicho que no en más de una docena de ocasiones. Se lanzan propuestas con vicios previsibles para que sean rechazadas y, con la negativa en mano, se alimenta la narrativa del enemigo. El libreto se repite una y otra vez: culpar a la Corte.

Como si esto no fuera poco, el 19 de septiembre Daniel Noboa firmó el Decreto 148 y decidió que la Asamblea Constituyente no se pida por favor, sino a codazo limpio. Mandó la pregunta directo al CNE, saltándose a la Corte Constitucional como quien se salta un semáforo en rojo a medianoche. Y para rematar, ya venía con estatuto bajo el brazo: 80 sillas para nuevos ilustres, seis meses de gloria prorrogables, paridad de género declarativa y dos tercios de votos para que la Constitución no salga tan improvisada como la convocatoria.

El problema es que la Constitución no es un karaoke donde uno canta lo que le da la gana. Ahí está escrito en los artículos 104, 443 y 438.2 que la Corte Constitucional tiene que dar el control previo y habilitante antes de invitar al pueblo al baile. Noboa, sin embargo, decidió que la Corte sobra, que basta con la voluntad presidencial y un estatuto que confunde consulta con reforma como si fueran lo mismo, cuando en derecho son caminos distintos y excluyentes. La jurisprudencia dice otra cosa, pero aquí parece que el libreto se improvisa sobre la marcha.

Hace poco, el colectivo Foro por la Democracia advirtió que enviar directamente al CNE la convocatoria a una Constituyente, sin dictamen previo de la Corte Constitucional, constituye una violación a la Constitución y un desprecio abierto al Estado de Derecho. El pronunciamiento fue claro: el CNE debe cumplir la ley y remitir la convocatoria a la Corte, en lugar de prestarse al juego del Ejecutivo.

Pero el problema no es solo jurídico, sino político. Convocar a una Constituyente exige tres votaciones: una consulta inicial, la elección de asambleístas constituyentes y un referendo final. Cada paso implica costos, campañas, polarización e incertidumbre.

El costo de organizar una Asamblea Constituyente en 2025 se estima en más de USD 220 millones: USD 40 millones para la consulta inicial, USD 80 millones para elegir constituyentes, USD 50 millones para el funcionamiento de la Asamblea y USD 50 millones para el referendo final, todo con cargo al Presupuesto en plena crisis fiscal. (Como referencia: la Constituyente de Montecristi costó alrededor de USD 200 millones).

Mientras tanto, hospitales carecen de medicinas; escuelas, de pupitres; y el Registro Civil está colapsado. ¿Puede un país en crisis darse el lujo de gastar cientos de millones en el capricho de un presidente que se rehúsa a gobernar con las reglas existentes?

Además, el timing es nefasto. Noboa llega con apenas 40 % de aprobación, tras el golpe político de haber eliminado el subsidio al diésel y en medio de movilizaciones sociales. En lugar de consolidar gobernabilidad, abre un frente que puede prolongarse hasta 2026, con un desgaste doble: una consulta popular de noviembre deslucida y una Constituyente incierta.

Apuesta, en suma, a una distracción para ganar oxígeno político, pero con alto riesgo de perder credibilidad.

La mayor ironía es que una Constituyente no garantiza al oficialismo el control del nuevo orden. Existe un alto riesgo de que Noboa no logre mayoría en una eventual Asamblea Constituyente, con aprobación cercana al 40 % y agenda erosionada por el diésel, el conflicto minero y la protesta social. En ese escenario, el oficialismo tendría que negociar con otras fuerzas, sobre todo con el correísmo, cuya estructura partidaria, aunque golpeada por divisiones y desgaste, conserva capacidad de movilización y disciplina interna.

Esta combinación abre la puerta a una agenda constituyente donde no prime un debate ideológico profundo, sino un intercambio de concesiones populistas: endurecimiento penal como respuesta a la inseguridad, restricciones a los derechos de las mujeres y de la diversidad sexual bajo el influjo de agendas conservadoras, debilitamiento de la protección ambiental frente a la presión extractivista, limitaciones al sindicalismo y concentración de poder en el Ejecutivo a costa de los órganos de control. ADN y RC, aunque rivales políticos, podrían coincidir en varias de esas tendencias porque ambas fuerzas se beneficiarían de un esquema que reduzca contrapesos y potencie el hiperpresidencialismo.

Así, en lugar de un pacto social incluyente, Ecuador correría el riesgo de quedar atrapado en una nueva Constitución regresiva, diseñada más para blindar a quienes gobiernen que para ampliar derechos y libertades.

El CNE, que debería ser árbitro, corre el riesgo de convertirse en comparsa. Si convoca sin el dictamen de la Corte, no solo comete un pecado constitucional: se arrodilla frente al Ejecutivo. Y no es lo mismo organizar elecciones que prestarse a legitimar un salto al vacío. El riesgo es claro: un proceso que nace viciado, nulo de origen, y un país que queda con la foto de un árbitro vendido en pleno partido.

Lo que inevitablemente activará acciones de inconstitucionalidad y todo tipo de medidas legales.

El futuro, en tres guiones posibles: 1) la Corte frena cautelarmente y congela todo; 2) la Corte declara inconstitucional y entierra el intento; 3) el CNE convoca y nace una Constituyente tan legítima como billete de tres dólares.

La Constituyente de Noboa, tal como está planteada, nació torcida. No es el pueblo decidiendo, es el Ejecutivo imponiendo las reglas del juego antes de que empiece el partido. La soberanía popular no es un cheque en blanco: necesita filtros, garantías, árbitros. Si el CNE se pliega, tendremos un engendro constitucional con más pinta de fraude que de refundación. Y entonces, entre humo de protesta y canciones rotas, habrá que preguntarse si esta democracia aguanta otro golpe disfrazado de consulta popular.

La pregunta de fondo es otra: ¿por qué no puede un presidente gobernar respetando las reglas democráticas existentes? Ecuador no necesita un nuevo marco jurídico. Necesita gestión, planificación y un mínimo de responsabilidad política. Lo que Noboa ofrece, en cambio, es un espectáculo de campaña permanente, donde cada cortina de humo cuesta millones y la ciudadanía paga la factura.

El presidente más joven de la historia corre el riesgo de pasar a la posteridad no como el reformador que prometió ser, sino como el mandatario incapaz de gobernar sin berrinches, más preocupado por derrotar a jueces constitucionales que por resolver las urgencias del país. Ecuador no está para experimentos refundacionales improvisados. Lo que urge es un liderazgo que asuma la realidad con madurez, respete los contrapesos institucionales y se concentre en lo elemental: gobernar.

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