Más de una vida en el teatro

Lola Márquez

Guayaquil, Ecuador

Cincuenta y dos años median entre los dos textos que me vinieron a la mente -entre algunos otros- durante la función de la obra “Una vida en el teatro”, recientemente presentada por el Estudio Paulsen, del barrio Las Peñas de Guayaquil. Y ambos son pilares del pasado siglo XX. Uno, es “Mi vida en el arte”, de Konstantin Stanislavski (publicado en 1925); y el otro, “Una vida en el teatro”, de David Mamet, de 1977.

Qué maneras más curiosas de recordar tiene uno, canta Silvio Rodríguez, y en eso también pienso, mientras veo en el escenario a Lucho Mueckay y a Marlon Pantaleón, desplegándose en voz y emoción como Roberto y Juan, los personajes de la obra de un guionista, ensayista, novelista y director exitoso estadounidense, como es David Mamet, quien aún vive.  Me preguntaba qué pensaría él de este montaje, esta adaptación de una de sus -posiblemente- obras más personales (no puedo evitar preguntarme y/o imaginarme muchas cosas durante una función, sin distraerme, cuando la obra me invade, en el sentido más positivo de la expresión).

Desgloso los aciertos. No hay nada que conecte más al público con una obra escénica, que los elementos que la enlazan visual y emocionalmente con su propia localidad. Ver en mapping las imágenes de un Guayaquil desolado -el de la época pandémica- y hoy violentado, fue agregarle otro sentido anímico al trabajo escénico. Así como la especie de banda sonora cinematográfica que marcó tan precisamente cada momento del desempeño de la historia. Ah, pero no es solo UNA historia. Es teatro hecho en el teatro. Con el hilo conductor de la relación que se establece entre un actor experimentado (Roberto) y uno joven, aspirando ascender (Juan). Una confianza especial se crea entre ellos, la que da el compartir el camerino, que permite confidencias personales y profesionales, y ese trasfondo, hasta cierto punto nostálgico, por el tiempo vivido que ya no vuelve, y por lo que ya no se va a compartir más. Dos actores a medio camino, uno de ida y otro de vuelta, con puntos convergentes y divergentes, como es el presente que los une, y el futuro que los separa, porque la vida entre bambalinas es eso y nada más.

Una vida en el teatro se presta para tantas observaciones, porque está planteada como una obra múltiple, vertiginosa, en la que dos actores son ellos mismos y son muchos más, a la vez. Verse y comentarse como actuantes, y al mismo tiempo, representar distintos roles breves -en sketches de diversas obras-, es como poner a los actores y su vida actoral en escena. Es como si dijeran: Esto soy, y esto puedo desempeñar. Es mostrar un abanico abierto de las posibilidades expresivas, por los variados registros y géneros que se abordan. Así, podemos comprender que, en actuación, las graduaciones emocionales o de distanciamiento, no son matemáticas, pero pueden ser milimétricas.  

Marlon Pantaleón ha madurado como actor con esta obra (vi también la primera versión del año 2018), ha adquirido más aplomo y asertividad en lo que hace en el escenario, y está estupendamente entregado a su oficio. Mas, hay que decirlo: en el caso de Lucho Mueckay, esta obra tiene que ver directamente con él mismo, su trayectoria; lo que él piensa y promulga como artista escénico. Haber asumido además/incluso la dirección, le ha permitido ajustar la propuesta hasta hilar fino con su propio trabajo, y también en relación con el de Marlon, para lograr ese equilibrio que permite ver el bosque y el árbol. Con/En esta obra, Mueckay enlaza todo su acervo de saberes acumulado hasta hoy, en el doble rol de actuar y dirigir, aunque a ratos se deje permear por rastros de anteriores personajes. Aun así, es como su manifiesto de artista contemporáneo.

Es llegar a ese punto conflictivo de contraponer el precepto de Stanislavski: “Haz tu vida en el arte, y no el arte en tu vida”, con el de Mamet, cuando reflexiona -a propósito de un pensamiento de Albert Camus-que “La vida en el teatro no necesita ser una analogía de la vida, es la vida”.

El título “Una vida en el teatro”, de Mamet, es una parodia del texto “Mi vida en el arte”, del ruso Stanislavski. ¿Se burla Mamet de Stanislavski? No, pero pudiera parecer que lo irrespeta o pretende desmitificarlo. Tampoco. El moscovita está considerado un clásico, una base, un punto de partida y referencia para cualquier actor que se prepara como tal. El autor de Chicago desmonta a su manera ese discurso y lo desacraliza sin caer en la superficialidad, aunque así pudiera parecerlo a simple vista. Mamet tiene su profundidad; según él, escribe de aquello que carece nuestra sociedad: comunicación a un nivel primario.

Son tantas las inquietudes que me ha despertado esta obra, que no quiero complejizar más este comentario, pues la idea es que vaya a un público general no especializado; ese público que cuando ve la obra -ojalá la repongan pronto en el Paulsen- no piensa en nada de esto que estoy manifestando, solo va a ver y a gozar el trabajo de dos actores vigorosos -Mueckay y Pantaleón- que no paran, que suben y bajan los decibeles, que entran y salen de sí mismos, que pincelan escenas sutiles y poéticas como la de los amantes en el hotel; o las extremas, como el actor herido en el teatro, arropado por el aria de la ópera Rinaldo, de Handel, por referir solo un par de ejemplos. Y si consultamos las opiniones de los espectadores, pueden reemplazar estas preferencias por otras, e igualmente estará bien; no es necesario ponerse de acuerdo a cabalidad (ni los actores lo hacen).

Para terminar, los créditos de los aciertos merecen registrarse: Fanny Herrera en la escenografía y utilería; Valeria García en la elaboración del vestuario; Juan José Ripalda en el diseño de videomapping y musicalización; Iani Candel en la iluminación y; Joseph de San Lucas en la asistencia de dirección. A ellos, junto a la cabeza de Estudio Paulsen, el productor general Carlos Ycaza, y todos sus colaboradores, un prolongado y agradecido aplauso.  Que su teatro siga lleno de vida.

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