Quito, Ecuador
Los recientes reconocimientos del Estado palestino por parte del Reino Unido, Canadá, Australia, Portugal y otros gobiernos marcan un giro diplomático relevante. Muchos, sin embargo, inclinan su simpatía hacia Israel, al que perciben defendiendo su supervivencia en un entorno hostil, y recelan de Palestina por su asociación con la violencia de Hamás o con tradiciones vistas como contrarias a los derechos universales.
Esa percepción pesa, pero no borra lo esencial: el derecho internacional consagra la autodeterminación de los pueblos, y el pueblo palestino existe con independencia de sus élites, de sus divisiones internas y de los crímenes cometidos en su nombre.
Más aún, el mismo derecho internacional exige no solo reconocer esa existencia, sino garantizarla frente a la ocupación, la anexión y la negación sistemática de derechos. Como recordó la Corte Internacional de Justicia en su opinión consultiva de 2004 sobre el muro en los Territorios Palestinos Ocupados, los Estados tienen la obligación de no reconocer como lícita una situación derivada de una violación grave del derecho internacional y de no prestarle ayuda ni asistencia.
En este marco, el reconocimiento importa porque rompe inercias entre aliados de Washington. Aun así, su valor no se mide en salones diplomáticos, sino en Gaza y en Cisjordania: en la vida de las familias desplazadas, en el hambre cotidiana, en la ayuda que entra o se bloquea y en un mapa que pierde continuidad bajo la expansión de asentamientos. En lo inmediato, el gesto diplomático facilita embajadas, tratados, inmunidades y el uso oficial del nombre Palestina; en lo multilateral, la membresía plena en la ONU sigue bloqueada por el veto estadounidense. Reconocer sin acompañar con palancas efectivas no modifica la realidad sobre el terreno.
La paradoja es evidente: se admite que Palestina cumple con los elementos básicos de la estatalidad, pero se tolera un doble rasero que avala lo jurídico y abandona lo político. La retórica sobre la agonía de la solución de dos Estados convive con contratos de armas, retenciones de ingresos fiscales y la normalización de la violencia de colonos. No faltan instrumentos; falta voluntad.
La respuesta del gobierno israelí era previsible: acusaciones de premiar el terrorismo y amenazas de anexión. Si se avanza en zonas estratégicas como el corredor E1, el mapa de un Estado palestino viable se volverá imposible, fragmentado en enclaves desconectados. No es un tecnicismo: dinamita la posibilidad de dos Estados y empuja a Europa y al mundo árabe hacia sanciones y restricciones.
El reconocimiento tampoco resuelve la crisis de liderazgo palestino. Tras casi dos décadas sin elecciones, instituciones fatigadas y una fractura con Gaza, cualquier promesa de soberanía requiere legitimidad renovada. El riesgo es doble: colapso fiscal por retenciones y deterioro humanitario sostenido. La oportunidad que abre el reconocimiento depende de tres frentes inmediatos: proteger a la población civil, frenar los asentamientos y activar una transición política legítima.
La coherencia mínima exige acciones concretas y verificables: Primero, diferenciar económicamente entre Israel y los asentamientos en contratación pública, comercio e inversiones. Segundo, revisar licencias de exportación de armas cuando exista riesgo sustancial de uso ilícito. Tercero, establecer un mecanismo transparente de reconstrucción para Gaza; crear un fondo en custodia que asegure salarios de servicios esenciales si se retienen ingresos; habilitar un corredor humanitario con monitoreo independiente y reglas de “desconflicción” estables; y pactar una hoja de ruta electoral que restituya la legitimidad palestina.
En paralelo, fijar líneas rojas explícitas: congelamiento verificable de asentamientos en zonas críticas, diferenciación económica obligatoria y sanciones específicas ante cualquier paso de anexión de jure.
Se dirá que estas medidas son excesivas o que tensionan alianzas. Lo excesivo es normalizar la devastación. Las alianzas que no soportan la coherencia se vacían, y los reconocimientos sin costos se marchitan. La credibilidad se prueba con actos, no con discursos.
Reconocer a Palestina abre una puerta y revela una trampa. La puerta es el uso decidido de herramientas ya disponibles. La trampa es la autocomplacencia: declarar victoria moral mientras los hechos continúan intactos. Si todo se reduce a embajadas y declaraciones solemnes, el saldo será otro capítulo de cinismo.

Si en cambio se trazan líneas rojas frente a la anexión, se garantiza alivio humanitario tangible y se define una ruta verificable hacia elecciones, entonces el reconocimiento empezará a mover los cimientos. Los Estados no pueden ser espectadores inocentes de su propia hipocresía. El reconocimiento es un inicio, no un cierre. La política seria se mide por lo que se está dispuesto a arriesgar para sostener lo que se proclama. Sin esa disposición, el reconocimiento no será un acto de justicia. Será una coartada.
