
Quito, Ecuador
El Ecuador ha tenido veinte constituciones en menos de dos siglos, un récord más cercano a la caricatura que a la estabilidad. La de Montecristi, aprobada en 2008 con el 63,9 %, nació con una legitimidad indiscutible (4,361.825 votos). Otra cosa es su desempeño: una carta extensa y contradictoria, que pronto mostró sus límites. Diecisiete años después, se pretende deslegitimarla no por sus defectos, sino porque incomoda al poder de turno. Se habla de reemplazarla por una “Constitución Morada” y, al paso que vamos, en 2040 habrá otra hecha a la medida del siguiente gobierno. Somos campeones en redactar constituciones y amateurs en cumplirlas.
¿Y qué fue de aquella ciudadanía que en 2008 levantó la mano por Montecristi? ¿Se murió en masa, se evaporó, fue manipulada, o ahora se la acusa de haber votado a ciegas? Esa caricatura del pueblo es el truco más cínico del debate: enterrar una Constitución que tuvo un respaldo masivo como si hubiera sido redactada por una logia secreta y parida en un cuarto oscuro. Lo grotesco es que, al hacerlo, no solo se niega la memoria democrática, sino que también se proclama que la soberanía popular expira cuando incomoda al poder.
La trampa es conocida: primero se desacredita la Carta vigente como juguete roto, luego se invoca al pueblo como utilería y, al final, se cambian las reglas cuando estorban. Así, el gobierno de Daniel Noboa reduce la política a escena breve, con la Corte en papel de villana y la ciudadanía de coro. El efecto es conocido: plebiscitar liderazgo, arrimar contrapesos a la orilla y postergar la gestión.
En esa lógica aparece el Decreto 153, enviado al CNE para convocar una Asamblea Constituyente sin dictamen previo de la Corte Constitucional. En la práctica, el 153 no innovaba nada: era un calco del Decreto 148, ya suspendido por la propia Corte. Derogar un decreto y firmar otro igual no es gobernar, es querer vernos la cara. Y la norma es inequívoca: toda consulta popular requiere dictamen previo y habilitante de la Corte (arts. 104, 438.2 y 443). Saltarse el control no es soberanía popular, es fraude a la soberanía, porque suprime garantías mínimas para decidir con libertad e información.
Al final, la realidad corrige el teatro. Por más que se intentó obviar a la Corte, el trámite terminó donde siempre debió empezar: en el máximo tribunal. El CNE se curó en salud y remitió el expediente; y el 24 de septiembre, la Corte Constitucional habilitó la pregunta del referéndum sobre la Constituyente, pero condicionó su inclusión a que el Ejecutivo corrija el Decreto 153. Debía eliminar considerandos con lenguaje inductivo, reformular la distribución de escaños del Estatuto y aclarar inconsistencias técnicas. La Corte recordó que su control es jurídico y no político, y fijó la secuencia: primero corrige la Presidencia, luego verifica la Corte y recién entonces el CNE puede continuar. Queda claro: ningún poder está por encima de los límites. Una Constituyente no es un atajo para gobernar ni un cheque en blanco; su única función es redactar una nueva Constitución con reglas precisas. Solo entonces la voluntad popular deja de ser escenografía y se convierte en soberanía real.
Entre tanto, no faltaron los “constitucionalistas” de cabecera, amplificados por la prensa pautera, que proclamaron que el Ejecutivo no debía pasar por la Corte. Algunos inventaron un supuesto “estado de excepción electoral” y llegaron a insinuar prevaricato si la Corte se pronunciaba. Ignorancia convertida en ciencia y confusión elevada a cátedra, propio de un manual exprés de garantismo a la carta: cuando la realidad no encaja con el atajo, se culpa al mapa y se presentan ocurrencias como si fueran dogma jurídico.
La historia, además, es menos épica de lo que se narra. Plenos poderes hubo una vez, en Riobamba en 1830. Desde entonces, nuestras constituciones no brotaron de refundaciones heroicas, sino de crisis y golpes de ocasión. Repetir la misa constitucional cada década no nos vuelve una democracia vibrante, sino una república bananera con delirios de originalidad, un país que confunde el rito con la reforma.
Y mientras el debate se extravía entre consignas, la realidad aprieta: cárceles cooptadas, calles inseguras, hospitales desabastecidos. Se promete refundar la República mientras se fracasa en gobernar lo elemental. Cabe repensar el diseño constitucional, pero urge, sobre todo, un Estado que funcione de lunes a domingo.
Ecuador no necesita otra carta hecha al antojo del turno, necesita un Estado que funcione. Menos épica y más gestión. Pero ya estamos metidos en este baile. Entonces, ¿cuál debería ser la agenda mínima de una Constituyente? Primero, redactar una Constitución breve y funcional, no un plan de gobierno encubierto. Normas aplicables, menos declamación. Segundo, escribirla pensando no solo en la mayoría de hoy, sino en la oposición de mañana. Las constituciones que perduran se forjan desde la alternancia, no desde la coyuntura.
La representación es otro talón de Aquiles. Basta mirar nuestra Asamblea Nacional para medir la magnitud del desastre: analfabetos constitucionales por conveniencia, ignorantes de profesión y legisladores que confunden el Pleno con Netflix en la cama. Ejemplo de lujo: la asambleísta Paola Jaramillo sentenció que la Constitución vigente es “chavista y comunista”, hecha para “blindar prófugos y delincuentes” y “abrir la puerta al autoritarismo”.
¿De verdad? ¿Los redactores de Montecristi eran agentes secretos de Fidel y Stalin? ¿Ecuador vive en comunismo porque lo decretó su Constitución? ¿Sabe esta legisladora, siquiera de lejos, qué es el comunismo? No es un exabrupto aislado: es la radiografía de un debate político en ruinas, donde la “refundación” del Estado sirve de muletilla para dinamitar contrapesos y seguir escribiendo reglas como quien garabatea un pasquín de ocasión.
El artículo 444 de la Constitución da al Presidente la llave para abrir la puerta, pero la Corte coloca los cerrojos. Sin límites, la Constituyente deviene circo de plenos poderes. Con límites, puede ser una herramienta útil y acotada para ordenar el sistema, fortalecer controles y simplificar lo que hoy es barroco e ineficaz.
La simultaneidad de procesos tampoco ayuda. En noviembre habrá un referéndum con dos preguntas ya habilitadas, mientras el Ejecutivo insiste en la vía constituyente. Mezclar consultas erosiona la claridad democrática y convierte el voto en termómetro de popularidad. Si el objetivo es mejorar la casa, conviene primero asegurar los cimientos: legalidad, transparencia y prioridades de gestión.
Tras más de veinte constituciones, la lección es obvia. Ensayar la misma liturgia cada década no nos hace innovadores, solo reincidentes. Lo dicho al inicio se confirma: campeones en redactar constituciones, amateurs en cumplirlas.

No se trata de inventar otra Carta al capricho del turno, sino de respetar la que exista, fortalecer controles y producir resultados verificables. Solo así dejaremos de ser la patria del papel inútil para merecer, siquiera por un instante, el nombre de república.