Contra la autoridad

Carro de la caravana presidenecial, apedreado por manifestantes la madrugada del domingo 28 de septiembre de 2025, en Cotacachi, Imbabura. Foto difundida por el presidente Daniel Noboa en su cuenta de X.

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

Uno de los mayores problemas políticos del país es el rechazo generalizado al principio de autoridad, principio que se refiere no solo a la autoridad de la ley, sino también a la de quienes ejercen legítimamente la representación política de los ciudadanos.

A tal punto llega este rechazo, que no hay gobierno en los últimos años al que no se le haya disputado, por la fuerza, la posesión y el ejercicio de la autoridad para gobernar que le han sido entregados democráticamente.

La violencia es la alternativa que ciertos grupos, que dicen representar al pueblo, han adoptado en lugar de la regla democrática, según la cual, solo quien gana unas elecciones, celebradas de acuerdo con la ley, tiene la facultad de gobernar.

La disputa de estos grupos con los gobiernos no obedece, en realidad, a lo que ellos dicen: la pobreza, la inseguridad, la falta de empleo, el alza del precio del diésel, sino a motivaciones relacionadas con el poder. En el fondo, lo que estos grupos quieren es demostrar que son poderosos y hacérselo sentir al resto de la población. Para legitimar sus afanes, se valen de una ideología confrontativa, que sacraliza al “pueblo”, es decir, a ellos, y que proclama que su expresión más genuina es la violencia.

Ahora bien, disputar la autoridad pública al gobierno no es su único objetivo, sino, como ya anotamos, hacer sentir su fuerza a las personas por él gobernadas; erigirse, por unos cuantos días, en la autoridad indiscutible, en el azote sagrado. ¿Para qué, si no, apedrear autos, incendiar bienes públicos, obligar a los comerciantes a cerrar sus negocios, negar la provisión de agua y alimentos a los que viven en las ciudades, tratar de tumbar helicópteros en vuelo? La suya -que nace de la fuerza- es una autoridad vengativa, hija, también, del resentimiento.

El libreto no es nuevo: hablar de paz mientras ejercen la violencia. Solo que cada vez van perfeccionando las formas de ejercerla y la fuerza pública parece no haber aprendido nada de la experiencia, tanto así que diecisiete militares han terminado secuestrados por los manifestantes y, según los reportes oficiales, no se conoce su paradero, es decir: están desaparecidos.

“No somos terroristas”, dicen los que atacan a la fuerza pública con bazucas artesanales y bombas molotov, los que extorsionan a los conductores, los que secuestran a militares, los que cortan los servicios públicos. “Infiltrados”, esa es la palabra que utilizan para desmarcarse de los atropellos que cometen. Y, sin embargo, las voces que condenan la paliza que los militares propinan a un manifestante, se callan cuando los comuneros linchan a un militar.

¿A qué se debe este doble rasero? ¿Las palizas a gente indefensa son buenas si sus autores son comuneros indígenas y malas, si son militares? ¿El mismo acto, entonces, es condenable en función de la persona que lo comete? ¿Cuál es la fuente de la autoridad: la regla democrática de la mayoría que elige de acuerdo con lo que la ley establece o la capacidad de movilización de una minoría? La respuesta que se dé a esta pregunta permitirá identificar a los verdaderos demócratas.

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