Constituyente: la República no se improvisa

Personas participan en una protesta este lunes, en la ciudad de Latacunga (Ecuador). Ecuador comienza una semana crítica por el anuncio de protestas lideradas por la poderosa Confederación de Nacionalidades Indígenas (Conaie) contra el alza del diésel, y por el pulso que mantiene el Ejecutivo con la Corte Constitucional (CC), atizado por el intento inicial del jefe de Estado, Daniel Noboa, de llamar a un referéndum para una Asamblea Constituyente sin el control previo del alto tribunal. EFE/ José Jácome

René Betancourt

Quito, Ecuador

En Ecuador vuelve el canto de sirena de la Constituyente, esta vez disfrazado de cruzada contra el crimen, como si un papel pudiera desarmar mafias o apagar el miedo. Y claro, en un país donde las balas funcionan como despertador, las cárceles son sucursales de los carteles y el miedo paga arriendo en cada esquina, la promesa suena a himno redentor. Pero preguntémonos sin anestesia: ¿de verdad una Constitución sirve para dictar operativos policiales, o nos quieren vender la fábula de que un papel puede aplacar a los sicarios?

No partimos de cero. Ecuador carga con veinte constituciones en menos de dos siglos: maratonistas en escribirlas, rengos en cumplirlas. La de Montecristi nació con respaldo masivo; sus límites se discuten; su legitimidad, no. Hoy por hoy, nadie en el Gobierno ha sabido señalar con rigor fallas de fondo en la Constitución. Lo único claro es que estorba a la comodidad del poder de turno, y por eso prefieren dinamitarla antes que gobernar con sus límites.

La jugada es conocida: se pinta la Constitución como chatarra, se usa al pueblo de decorado y se tuercen las reglas cuando estorban. Daniel Noboa ofreció una Constituyente en campaña y, ya en el poder, en medio de paros por el diésel y un choque abierto con la Corte Constitucional, la promesa se volvió campo de batalla institucional. El Presidente insiste en que la única salida es refundar el Estado. Y mientras arriba se libra esa disputa de élites, abajo la calle arde sin descanso.

El paro nacional ya deja dos comuneros muertos, choques en Imbabura y otras provincias, y el guión repetido hasta el cansancio: denuncias cruzadas de ataques a militares, abusos de la fuerza pública contra manifestantes, comunidades sitiadas por bloqueos. El Gobierno, atrincherado, jura que no negociará, bautiza a los protestantes como terroristas.

Mientras el país se sacude, el Consejo Nacional Electoral repartió el escenario y habilitó a trece organizaciones para gritar, el 16 de noviembre, por el “sí” o por el “no” en una consulta de alto voltaje. Los ecuatorianos votarán tres preguntas decisivas, sobre el regreso de bases militares extranjeras, la eliminación del financiamiento estatal a partidos y, como plato fuerte, la convocatoria a una Asamblea Constituyente para enterrar Montecristi. Revolución Ciudadana quedó fuera y anunció apelación por “leguleyadas”. Difícil hablar de un proceso constitucional “sanador” cuando arranca con exclusiones y sospechas que minan su legitimidad.

Partamos de lo básico: La Constitución es el pacto que fija principios, reparte competencias y limita el poder. No es ni debe ser un manual de operaciones ni un código procesal. Su función es garantizar que la lucha contra el crimen se haga con eficacia, sí, pero también con controles que eviten el autoritarismo disfrazado de seguridad. El problema no es falta de normas, sino el uso torcido de las que ya existen.

En plena protesta social, el Estado demuestra que puede cortar internet a una provincia entera, pero no cortar la señal de capos que mandan desde prisión; puede congelar en horas cuentas bancarias de manifestantes, pero se toma años para hincarle el diente al lavado de dinero; puede llenar calles de uniformados para contener marchas, pero no sostener presencia en barrios donde mandan las balas. Ese contraste desnuda el fracaso: un Estado selectivo, con instituciones frágiles y capacidades mal administradas.

Conviene recordar lo que sí funciona y merece cuidarse: la Constitución de Montecristi, con luces y sombras, dejó avances que no deben olvidarse. Fue pionera en reconocer derechos de pueblos indígenas, mujeres, diversidad sexual, personas privadas de libertad y con discapacidad. Dio estatus jurídico a la Naturaleza. Consolidó un catálogo robusto de garantías jurisdiccionales como acción de protección, habeas corpus y habeas data, accesibles para cualquier ciudadano. Amplió los cauces de la democracia participativa con mecanismos como la consulta popular y la revocatoria del mandato. Declaró al país plurinacional, intercultural y laico. Fortaleció a la Corte Constitucional como árbitro de la supremacía constitucional. Reconoció derechos sociales exigibles como salud, educación, vivienda, agua y alimentación. Apostó por un sistema de planificación y transparencia. Su talón de Aquiles fue la hipertrofia normativa y un Consejo de Participación que terminó como botín político. El verdadero despropósito sería usar sus fallas como excusa para volar también sus aciertos.

La muletilla favorita de quienes claman, muchas veces desde la ignorancia, por una nueva Constitución es “la lucha contra el crimen”. Sin embargo, el texto vigente ofrece herramientas: estados de excepción con controles, autonomía de la Fiscalía, garantías jurisdiccionales, protección de víctimas y testigos. El problema no está en la letra, sino en la realidad: cárceles que operan como oficinas de mafias; operadores de justicia y fuerzas del orden mal pagados; jueces presionados por la política y el crimen; policías con coordinación precaria que, a ratos, filtran información a quienes deberían combatir. Cambiar la Constitución no arregla por sí solo esa precariedad, y menos la ausencia de una política criminal coherente. La experiencia nacional reciente lo demuestra: la extradición de nacionales se habilitó mediante enmiendas. Lo razonable habría sido avanzar con reformas puntuales bien diseñadas y ejecutables, no lanzarse a un proceso constituyente caro, lento e incierto que puede tragarse más de un año y congelar la gestión mientras la violencia no espera.

La lección comparada es brutal: Chile lo intentó dos veces y fracasó en ambas. La primera convención redactó un experimento progresista que el 62 % del electorado mandó al basurero. La segunda, dominada por la derecha, terminó en otro texto que también fue rechazado, esta vez por el 55 %. Dos años de debates y millones gastados para terminar con un doble no. Ese es el espejo en el que Ecuador debería mirarse: podemos abrir la caja de Pandora, pero nada garantiza que del otro lado no salga un “no” rotundo que nos deje con más frustración, más polarización y cero soluciones.

Pero ya estamos subidos al barco. Y aunque habría sido más sensato remar con reformas parciales, sin dinamitar el equilibrio institucional, toca hablar claro: si habrá Constituyente, que al menos se ocupe de lo que importa:

  • Control democrático y judicial de los sistemas de inteligencia.
  • Justicia con presupuesto blindado y autonomía real.
  • Estados de excepción regulados, no a la medida del capricho presidencial.
  • Fuerzas Armadas bajo mando civil, sin doble mando ni cheque en blanco.
  • Extinción de dominio fortalecida, pero con garantías.
  • Un Consejo de Participación que deje de ser botín político o, mejor aún, que desaparezca.
  • Una Corte Constitucional verdaderamente independiente.
  • Un sistema electoral blindado contra la compra y venta de votos y partidos.
  • Derechos protegidos frente al ojo indiscreto del Estado y las grandes tecnológicas.
  • Trabajo digno y moderno, que cree empleo sin precarizar derechos.
  • Partidos políticos con democracia real, no con dedocracia de cartón.
  • Protección efectiva de los fondos del IESS frente a la rapiña del poder.
  • Cumplimiento obligatorio de las transferencias del Gobierno central a los gobiernos seccionales.

Todo lo demás es pirotecnia, humo y espejos. Y ojo: no todo cabe en la Constitución. La gobernanza de cárceles, el control de llamadas ilícitas, la cooperación internacional, la transparencia del lobby y otros temas deben resolverse en leyes orgánicas, no tallarse como dogma en la Carta Magna. Más abajo están los detalles de política pública: inteligencia carcelaria, protección de víctimas con presupuesto estable, estándares de criminalística, coordinación policial en territorio. Convertir todo eso en artículo constitucional sería como querer tatuar un manual de procedimientos en la piel del Estado: inútil, rígido y condenado a quedarse obsoleto.

El propio Gobierno admite que el país votaría tres veces: para habilitar la Constituyente, para elegir a sus miembros y para aprobar o enterrar la nueva Carta. Es un viacrucis caro y lento que, sumado a la pugna con la Corte y al libreto plebiscitario, disfraza de épica la tentación de concentrar poder y acomodar contrapesos al antojo. Refundar suena heroico; gobernar exige oficio diario.

Cambiar de Constitución no equivale a cambiar de país. La disyuntiva no es blindar el papel contra el crimen, sino sostener una Constitución que resista la tentación del miedo y el poder sin frenos. Mientras creamos que el papel sustituye al Estado, seguiremos siendo expertos en redactar reglas e incapaces de cumplirlas. República no es acumular constituciones: es lograr que una, al menos una, funcione.

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