La tríada de la desestabilización

Mario Pazmiño

Quito, Ecuador

Ecuador vive un proceso de convulsión política y social donde convergen tres fenómenos que, articulados, conforman un dispositivo de erosión institucional sin precedentes: la protesta social, el terrorismo y el crimen organizado. Esta tríada se ha consolidado como un mecanismo eficaz de desestabilización que aprovecha las grietas del sistema democrático, las debilidades del control estatal y las fracturas sociales acumuladas.

En las últimas semanas, el país ha sido escenario de manifestaciones que, aunque surgieron en torno a demandas legítimas frente a la eliminación del subsidio al diésel, se transformaron en un espacio propicio para la infiltración de intereses radicales y redes criminales, cuya finalidad no es la reivindicación social sino la desestabilización del Estado y la generación de caos.

La protesta social, expresión genuina de descontento en toda democracia, ha mutado progresivamente hacia una dinámica híbrida donde la movilización se mezcla con la violencia organizada. Los bloqueos de carreteras, los ataques coordinados a convoyes oficiales, la quema de vehículos, el sabotaje a infraestructura pública y el uso de artefactos explosivos contra la Fuerza Pública, evidencian una planificación táctica que supera la espontaneidad popular.

En este contexto, el discurso de la “resistencia” ha sido cooptado por actores que manipulan la frustración ciudadana para fines políticos y subversivos, desdibujando la frontera entre la reivindicación social y el terrorismo urbano. La protesta deja de ser un canal de participación democrática para convertirse en una herramienta de presión y deslegitimación, articulada con estrategias de confrontación directa contra el Estado.

El terrorismo emerge entonces como el segundo pilar de esta triada. En su forma actual no busca tomar el poder por la fuerza sino desestabilizar la gobernabilidad desde el miedo y la percepción de impotencia. Su poder radica en lo simbólico: golpear la estabilidad psicológica de la sociedad mediante actos de alto impacto comunicacional, sabotajes, ataques selectivos o destrucción de bienes estratégicos.

En el escenario ecuatoriano, los recientes episodios de violencia demuestran la existencia de células o actores que aplican tácticas terroristas bajo la cobertura de la protesta social. Estas acciones pretenden instalar en la ciudadanía la idea de que el Estado ha perdido el control, debilitando la confianza institucional y generando un ambiente de vulnerabilidad colectiva. El terrorismo social, camuflado en la protesta, convierte el descontento en miedo, y el miedo en un instrumento político de desgaste.

El tercer vértice de esta triada corresponde al crimen organizado, cuya participación va más allá del narcotráfico. Las estructuras criminales actuales operan sobre un sistema multimodal de economías ilícitas que incluye la minería ilegal, el tráfico de combustibles, el contrabando de armas, municiones y explosivos, la trata de personas, la extorsión, el secuestro, la corrupción estructural y el lavado de activos.

Estas actividades no solo generan flujos financieros inmensos, sino que consolidan redes logísticas, control territorial y vínculos con autoridades locales que permiten a estas organizaciones actuar con autonomía frente al poder estatal.

En contextos de agitación social, estas redes se benefician del debilitamiento institucional y de la distracción de las fuerzas del orden para expandir sus operaciones, blanquear capitales o consolidar zonas grises de influencia. Así, el crimen organizado se convierte en un agente silencioso de la desestabilización, interesado en prolongar la crisis como mecanismo de protección de sus economías ilícitas.

El vínculo entre estas tres dimensiones no es necesariamente formal ni explícito, sino funcional. La protesta aporta legitimidad social y cobertura política; el terrorismo provee la capacidad simbólica de destrucción y miedo; y el crimen organizado suministra los recursos económicos, logísticos y materiales que hacen posible la ejecución sostenida de estas acciones.

Esta interdependencia produce un ecosistema de violencia híbrida, donde convergen actores políticos, radicales e ilegales bajo un mismo escenario operativo, afectando directamente la democracia y la Seguridad Nacional. Las redes de desinformación y manipulación comunicacional amplifican el impacto de esta triada, difundiendo rumores, falsos reportes y narrativas diseñadas para polarizar a la población y debilitar el consenso democrático.

El diagnóstico revela que Ecuador enfrenta una amenaza compleja y evolutiva: una guerra irregular de baja intensidad, articulada entre el malestar social, la acción terrorista y la economía criminal. En este contexto, la respuesta estatal no puede limitarse al control coercitivo, pues la represión indiscriminada fortalecería la narrativa de victimización que alimenta la protesta radicalizada.

La solución requiere una estrategia integral de seguridad multidimensional, que combine inteligencia financiera, control territorial, gestión política del conflicto y comunicación estratégica. Es indispensable fortalecer los mecanismos de investigación sobre financiamiento ilícito de las movilizaciones, rastrear los flujos de capital provenientes de economías ilegales y desarticular las redes que conectan líderes radicales con estructuras criminales. Del mismo modo, es urgente consolidar una política pública de prevención y contención de la violencia social que preserve el derecho legítimo a la protesta, pero impida su instrumentalización con fines terroristas o delictivos.

Ecuador se encuentra ante una encrucijada histórica. Si el Estado logra comprender la naturaleza híbrida de la amenaza y actuar con inteligencia, coordinación y legitimidad, podrá neutralizar la tríada antes de que se consolide como un modelo recurrente de desestabilización política.

Si, por el contrario, se mantiene la fragmentación institucional y la respuesta reactiva, la combinación de protesta social radicalizada, terrorismo simbólico y crimen organizado diversificado seguirá erosionando las bases del orden republicano, debilitando la confianza ciudadana y abriendo espacios para la captura del Estado por intereses ilícitos. El desafío, por tanto, es controlar la protesta, aislar a quienes la manipulan y cortan su vínculo con las economías criminales que hoy amenazan la estabilidad y el futuro de la nación.

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