De Boluarte a Noboa: el sonido de democracias fracturadas

AME7159. LIMA (PERÚ), 11/10/2025.- La expresidenta de Perú Dina Boluarte habla con simpatizantes este sábado, en Lima (Perú). Boluarte, destituida en la noche del jueves de manera exprés por parte del Parlamento a falta de seis meses de las nuevas elecciones, reiteró ante simpatizantes que acepta su salida del poder y le deseó "todos los éxitos" a José Jerí, quien le sucedió en el cargo por ser el presidente del Congreso, para formar un Gobierno de transición. EFE/ Fernando Gimeno.

Rene Betancourt

Quito, Ecuador

Perú amaneció sin presidenta el 10 de octubre de 2025. Dina Boluarte cayó pasada la medianoche, destituida por “incapacidad moral” con 118 votos a favor y ninguno en contra. No hubo drama, solo el silencio de un país resignado a su propio bucle. Siete presidentes en menos de una década: la inestabilidad dejó de ser coyuntura y se volvió costumbre.

Boluarte llegó en 2022 tras la caída de Pedro Castillo y salió por la misma puerta giratoria: escándalos, protestas, muertos y desconfianza. Prometió calma, pero gobernó entre sirenas. La violencia creció, la corrupción se volvió rumor cotidiano y su popularidad se hundió hasta el dos por ciento. Ni la televisión pública resistió su último discurso.

La BBC lo resumió con precisión: la primera mujer en presidir Perú terminó devorada por los males que prometió corregir. Reprimió donde debía hacer política, duplicó su salario cuando debía dar ejemplo y firmó una amnistía en pleno duelo por las víctimas. Mientras el miedo se multiplicaba en los barrios, el poder hablaba solo.

Su salida no fue sorpresa, sino resultado. Años de reglas hechas para derribar presidentes, un Congreso que confunde mayoría con virtud y partidos que duran lo que dura una encuesta. La “incapacidad moral” quedó como comodín de una institucionalidad incapaz de procesar desacuerdos. Con un presidencialismo de resorte parlamentario y bancadas frágiles, cualquier crisis se convierte en ocasión de reemplazo. Mayorías prestadas sostienen gobiernos que se evaporan cuando el costo político se vuelve impagable.

A este tablero inestable se sumó una seguridad en caída libre. Extorsiones, homicidios y territorios capturados por el crimen fueron normalizando la indefensión. Faltó mando único, coordinación policial y fiscal, capacidad real de respuesta. El miedo se hizo idioma común.

Boluarte gobernó, además, desde el aislamiento. Lima y las regiones vivieron crisis distintas, pero el discurso oficial ignoró agravios, subestimó el duelo y perdió legitimidad moral. Silencios con la prensa, un aumento de sueldo injustificable, manejo torpe de casos de corrupción y gestos de frivolidad en medio del luto reforzaron la imagen de una presidenta ausente.

El conflicto terminó judicializado y moralizado. Cuando la política abdica del diálogo, traslada sus disputas a fiscales y jueces y convierte la “moralidad” en etiqueta para decidir lo indecidible. La salida deja de ser acuerdo y se vuelve veredicto.

El atentado contra la banda de cumbia Agua Marina marcó el punto de no retorno. Cuando la violencia irrumpe en lo cotidiano, en la música, en la alegría y en la calle, la política se queda sin coartadas. El Congreso, tan impopular como la presidenta, encontró en la vacancia su forma de sobrevivir. No hubo conspiración, hubo autopreservación.

Desde Ecuador, el espejo duele. No somos Perú, pero el desgaste rima: aquí también hay retórica que corre más que la respuesta, miedo que compite con el hartazgo y cálculo de corto plazo disfrazado de sentido de Estado. Allá lo llaman vacancia, aquí tiene otros nombres: consulta, decreto, reforma exprés, héroes de fin de semana. Pero algo empieza a moverse. No todo el país bosteza. En las calles, ciertos sectores ya despiertan, empujados por el cansancio y la sensación de que los discursos ya no alcanzan.

La moraleja no está en la caída, sino en el hábito de caer. Una democracia que normaliza la sustitución como terapia termina creyendo que gobernar es opcional. Cambia el rostro, no el rumbo. Cambia el eslogan, no la política pública. Cambia el enemigo, no la excusa. Y así, entre aplausos de rutina, se nos hace tarde para lo importante.

En Perú, antes del derrumbe ya había un país en la calle. Estudiantes, sindicatos y comunidades enteras protestaron durante meses contra un gobierno que confundió autoridad con represión. El Congreso solo remató lo que la sociedad ya había sentenciado. Esa diferencia es importante para Ecuador: cuando la política se divorcia del pueblo, el relevo no llega por elecciones, llega por agotamiento.

Ecuador aún no ha caído, pero tiembla en la cornisa. La gente protesta, reclama, se organiza. Esa energía puede ser el inicio de una reconstrucción o el preludio del mismo ciclo. Todo depende de si la indignación se convierte en reforma o vuelve a diluirse entre promesas y cansancio. Si el espejo peruano enseña algo, es que los países no se rompen de un día para otro. Se resquebrajan en silencio, hasta que un día despiertan sin presidenta.

No hace falta épica. Hace falta gobierno. Menos cálculo y más reglas que se cumplan. Menos eslogan y más seguridad tangible. Menos teatro y más instituciones que no dependan del humor del día. La caída de Boluarte deja una advertencia nítida: cuando la política solo administra la crisis, la crisis termina administrando al país.

Que el Perú no sea consuelo ni coartada. Que funcione como prevención. Si el espejo incomoda, úsese para ajustar, no para maquillarse. Aquí y ahora, antes de que la costumbre vuelva a parecer normal.

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