Por qué necesitamos la pobreza: el desapego como condición para la sabiduría

José Gabriel Cornejo

Quito, Ecuador

«Os presento al mejor y al más fidedigno de los testigos: mi pobreza”. La defensa de Sócrates en contra de sus acusadores se fundamentó en una prueba: el abandono de sus bienes y el descuido de sus intereses. A estos los habría dejado para servir al hombre y llevar a sus jóvenes seguidores en la ocupación por el bien y la virtud.

La tradición occidental afirma en tal grado el valor de la sabiduría que frente a ella todos los bienes le son relativos. El cristianismo asentó esa idea, con la predicación constante de una jerarquía por la cual el carácter espiritual de un bien le hace superar a cualquier tipo de riqueza material, por legítima que sea. Así, para tener la libertad de buscar la verdad y considerar la realidad por sí misma —filosófica y teológicamente— incontables cristianos renunciaron a sus bienes. Lo hicieron para vivir una plenitud que superara los límites del yo. Optaron por ordenar su vida en función de alcanzar la sabiduría y no el confort.

Contrastan con el estilo de vida moderno, por su aspereza y crudeza, las declaraciones de intención de la madre Teresa (premio Nobel) y de Francisco de Asís. Ella buscaba ser “la más pobre de entre los pobres” y él llamaba “hermana” a la pobreza. Pero, ¡cuidado!, cabe una puntualización: no hacían apología de la pobreza, ni romantizaban una vida de carencia. Al contrario, amaban la sabiduría y tenían una relación funcional frente a las riquezas. Por supuesto que las valoraban, aunque no al punto de permitirles interferir con su fin último de vida.

Esta herencia del pensamiento occidental se ha visto tristemente repudiada. La pobreza, desde un mundo hedonista y exacerbadamente materialista, sólo se entiende como un lastre. En este horror cultural hacia el sacrificio, la austeridad, la quietud y los tiempos libres de estímulos, el hombre no puede concebir cómo podría existir algo de valor en una vida desapegada de las riquezas.

De este abandono de la virtud del desapego, nace una dolencia. El hombre contemporáneo no educa la actitud que le permitirá superar sus propios límites. Me refiero a lo siguiente: cuando no hay espíritu de desapego, las riquezas toman el control.

Desde el punto de vista intelectual, ya no se puede buscar la sabiduría cuando el amor por las propias ideas —que son parte de nuestro patrimonio interior— es tan grande que impide renunciar a ellas aún cuando sean equivocadas. Así, el apego deviene en auto sabotaje e impide toda posibilidad de alcanzar la sabiduría. Ese apego al patrimonio intelectual, alimentado por los sesgos de confirmación que todo ser humano padece, convierte a la persona en un ser auto referencial. No va a ningún lado, vive para sí mismo y se choca constantemente contra los límites auto impuestos.

Y, desde el punto de vista material, la calidad de vida que la persona buscaba para liberarse termina atándola. Su preocupación principal es la generación de dinero, para gastarlo en pasarla bien. No hay tiempo para nada que no sea la huída de la pobreza. Con esa psicología, se erosiona la capacidad de dominio propio. Cada vez se torna más difícil resistir los shots de dopamina suministrados por las redes sociales que nos facilita el pequeño tirano electrónico que cabe en los bolsillos.

Con este panorama, no es casual que el tema en boga sea la falta de significado de la vida moderna. Por eso, al mundo le urge la pobreza. O, bueno, para no dar lugar a escándalo, digamos que necesita el desapego.

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