Licenciado en Ciencias Políticas. Máster en Conflicto y Seguridad Internacional, University of Kent.
En septiembre de 1999, apenas un mes después del nombramiento del oscuro y desconocido exagente de la KGB soviética, Vladímir Vladímirovich Putin como primer ministro de ese país, una serie de explosiones destruyeron varios edificios de apartamentos en Moscú y en las ciudades de Buynaksk y Volgodonsk, matando a casi 300 personas e hiriendo a casi 700.
Los ataques tuvieron lugar justo después de que reiniciara el conflicto checheno, congelado hacia tres años tras una desastrosa y brutal campaña (1994-96), a la que siguió la humillante retirada de las fuerzas del gobierno de Boris Yeltsin (1991-99). En agosto de 1999, tres años después del final de la “primera guerra” chechena, y al tiempo que Putin, hasta entonces director de Agencia Federal de Seguridad (FSB), sucesora a la temida KGB soviética, terroristas chechenos incursionaron en la república rusa de Daguestán.
Esta incursión y los ataques terroristas que se sucedieron, sirvieron de casus belli para que el saliente gobierno del enfermo e impopular Yeltsin, con Putin ahora a la cabeza, lanzara la “segunda guerra” chechena y reinvadiera la separatista y de facto independiente república (desde 1991), esta vez con éxito tras otra brutal, pero esta vez popular campaña.
Esta nueva guerra y la captura de la capital chechena Grozni para mediados de 2000 catapultó a Putin como hombre fuerte, de “orden y ley” que recuperaría el control, imagen internacional y orgullo nacional de Rusia tras la decadente década de crisis que siguió a la caída del imperio soviético en 1991.
Sin embargo, tras los ataques terroristas de septiembre de 1999 se sucedieron ese mismo mes una serie de extraños y contradictorios hechos, rememorados en el libro “El año que llegó Putin: La Rusia que acogió y catapultó a un desconocido” de la periodista española Anna Bosch, quien cubría la Rusia de esa época para la televisión española.
En la noche del 22 de septiembre, en otro bloque de apartamentos de la ciudad de Riazán, se descubrió, tras una denuncia local, un saco con explosivos atados a un detonador en el sótano. El explosivo tenía la potencia para destruir el edificio y causar tantas víctimas como en los recientes ataques. Se arrestó y rápidamente liberó a dos hombres y una mujer que, luego se reveló, eran agentes del FSB, la agencia que hasta unos meses dirigió el ahora primer ministro.
Oficialmente se llegó a decir que todo fue un simulacro y que el material en los sacos era azúcar, con Putin “felicitando” la vigilancia ciudadana. Parte de la (entonces aún libre) prensa evidenció contradicciones en declaraciones oficiales (recogidas por Bosch) y publicó reportajes que, más allá de la posterior popularidad doméstica de Putin, han perpetuado una siniestra idea en parte de la opinión internacional, no menos atractiva dada la conducta posterior de ese régimen, especialmente tras la brutal guerra lanzada contra Ucrania en 2022.
Esta es que Putin consolidó su poder matando a sus propios ciudadanos en un ataque de bandera falsa para culpar a terroristas islamistas chechenos y radicalizar la opinión pública en favor de resumir la guerra en Chechenia para incrementar su posicionamiento e imagen políticas en un contexto de crisis e inseguridad.
Este caso debería dejar lecciones a gobiernos de todo el mundo, especialmente aquellos que, curiosamente, enfrentan crisis de seguridad al tiempo que no han separado sus intereses privados de las empresas de sus líderes, de la esfera pública por elemental ética (o mejor dicho falta de la misma).
Porque apenas un vehículo de tal o cual marca de una empresa vinculada al poder merodee por algún suburbio, podrían en adelante ser considerados en parte del imaginario popular, sin pruebas, como responsables de ataques de bandera falsa contra sus propios ciudadanos, para reforzar la respuesta militar-policial y mantener un clima de terror y estados de excepción en aras de crear una supuesta unidad nacional, avasallar a la oposición y la débil institucionalidad para avanzar en objetivos partidarios o particulares.

Por último, todo este revuelo también debería llevar a reflexionar a los estrategas y comunicólogos gubernamentales de dichos gobiernos sobre los efectos colaterales de la creciente militarización y securitización populista de lo que indudablemente son graves problemas de seguridad pública.
- El autor agradece al señor Paul Palacios Martínez por los comentarios y sugerencias.
