Guayaquil, Ecuador
Un buen amigo mío, periodista y analista político, con quien nos lamentábamos el fin de semana de la muerte del expresidente Rodrigo Borja, me decía que a su criterio, después de haber hecho una gran presidencia a comienzos de la década de los noventa, su gran error había sido postularse en dos ocasiones más, después de terminar su período, solo para ni siquiera entrar en segunda vuelta.
Yo, que respeto siempre el buen juicio de mi amigo, me quedé con la sensación de que no había sido precisamente Borja el que cometió el error al postularse dos veces más, sino el electorado, al no reelegirlo. Y que, como sociedad, necesitamos un profundo examen autocrítico sobre la manera de cómo elegimos a nuestros gobernantes. Y cómo un país que tiene dos veces más el nombre de Borja en su papeleta, termina votando por otros.
Revisemos por ejemplo la elección de 2002. Estaban de candidatos Rodrigo Borja, Osvaldo Hurtado, León Roldós, Jacinto Velásquez. Pero quienes entraron a segunda vuelta fueron Lucio Gutiérrez y Álvaro Noboa. Luego nos lamentamos de nuestro destino y no entendemos por qué estamos como estamos.
Lucio, que ganó las elecciones y no lo estaba haciendo tan mal hasta que arrebató el control de la justicia a León Febres Cordero, para entregárselo a Abdalá Bucaram, terminó huyendo del Palacio de Carondelet en un helicóptero mientras la multitud pugnaba por lincharlo.
Alvarito, que nunca llegó a la Presidencia, pero que siguió insistiendo en ella, en la siguiente elección nos entregó en bandeja de plata a Rafael Correa, que inauguró el régimen autoritario más largo desde el retorno a la democracia, y hoy vive en Europa, prófugo de la justicia, tras ser condenado por corrupción.
Tan fácil que hubiera sido que Hurtado y Borja llegaran a la segunda vuelta. Eso hubiera ocurrido en países civilizados como Chile. O en las democracias europeas. En Ecuador, no. Entre nosotros eso es solo una distopía.
Borja, que en la década de los setenta, en plena dictadura militar, había fundado uno de los más importantes partidos políticos de la historia reciente del Ecuador, la Izquierda Democrática, tenía entonces las credenciales suficientes para que una sociedad sensata lo hubiera reelegido. Y es hoy, al momento de su muerte, uno de los símbolos más poderosos de lo que ahora se llama el Viejo País.
Fue un demócrata convencido, que nunca utilizó el poder para perseguir a nadie, menos a sus enemigos personales. Un hombre íntegro, un estadista de honestidad impoluta, a quien nunca se le inició un juicio por nada. Incapaz de asociarse con narcotraficantes, o sus defensores, para tomarse el control de la justicia.
Probablemente su principal legado fue el Plan Nacional de Alfabetización, con el que culminó un proceso que había empezado la Iglesia décadas antes, con Monseñor Leonidas Proaño, que luego habían retomado los gobiernos democráticos, incluso el de Febres Cordero. Pero al que Borja impuso la energía necesaria para concluirlo, con un toque a ratos épico, y terminó de transformar la sociedad ecuatoriana para siempre.
Pese a haber triunfado sobre Abdalá Bucaram con una diferencia de alrededor de cinco puntos, y obtenido, de lejos, el mayor bloque legislativo, él no buscó captar todas las dignidades del Congreso, ni siquiera todos los asientos del Gabinete. Hizo un gobierno de coalición con la Democracia Popular en un acuerdo a la luz pública en el que se cedió la Presidencia del Congreso al demócrata popular Wilfrido Lucero. Y al menos dos sillas en el Gabinete, entre ellas la de Industrias a Juan José Pons.
En el Viejo País de Rodrigo Borja, la gobernabilidad no se lograba comprando diputados, sino a través de acuerdos políticos encima de la mesa y con responsabilidad política.
Tampoco era ningún caído de la hamaca. Y ejerció el poder con autoridad cuando debía hacerlo. Perdida la mayoría legislativa en las elecciones de mitad del período y cuando la oposición liderada por el Partido Social Cristiano impuso en la Presidencia del Congreso al populista Averroes Bucaram, el gobierno democrático de Borja no tardó en desalojarlo.
Eran tiempos en que los políticos aún tenían sangre en la cara. Y esto pudiera ser una metáfora cruel. Una mañana cualquiera, en una borrascosa sesión del Congreso en el que se intentaba amnistiar a Abdalá Bucaram, la oposición arrasó a golpes con el oficialismo. El diputado conservador Alberto Dahik, atacado por la espalda, estaba herido de un cenicerazo en la cabeza, cuando los hermanos Bucaram, Jacobo y Santiago, emprendieron a puñetazos contra los honorables Jamil Mahuad y Vladimiro Álvarez.
Entonces, con los rostros ensangrentados de los diputados en las pantallas de la televisión, el país sintió una profunda vergüenza. Y en una semana, el ministro de Gobierno de Borja pudo armar una nueva alianza legislativa que destituyó a Averroes de la Presidencia del Congreso. Cuando este se atrincheró en la oficina del Palacio Legislativo, Borja simplemente ordenó que se lo saque con la Policía.

Gobernabilidad democrática. Sentido de Estado. Discusión ideológica. Sin duda, el legado de Rodrigo Borja va mucho más allá de su Plan Nacional de Alfabetización, que ya es enorme. Es un legado histórico.
