Todo fluye

Por Andrés Cárdenas
Quito, Ecuador

El título es tomado de la clásica cita atribuida al filósofo griego Heráclito, que considera a la historia de la humanidad un devenir animado por el conflicto, por la guerra. Y empata perfectamente con el pensamiento de un compañero de prisión de Iván, el protagonista de la novela, durante los años leninistas y estalinistas de la Unión Soviética: “La violencia es eterna; por mucho que se haga para destruirla no desaparece, no disminuye, solo se transforma”.

Esta, la última novela de Vasili Grossman (que junto a Vida y Destino y Archipiélago Gulag son considerados los principales testimonios de la barbarie soviética) fue escrita un año antes de su muerte, y parece que al autor lo presentía. No es una novela. Es una mezcla entre la historia de Iván, un ejercicio ensayístico de Grossman sobre el hombre y la época, y un relato histórico. Eso hace que el ritmo sea bastante disparejo y los tipos de discurso cambiantes.

Si nos quedamos con lo ficticio, trata de un hombre que regresa a Moscú y Leningrado apenas muerto Stalin tras estar treinta años en un gulag. Sobre todo se encuentra con viejos amigos que fueron cómplices de las falsas acusaciones, que “escribían denuncias por instinto de conservación” y que ya tenían anestesiado un sentimiento de culpa siempre latente. Hay que resaltar la habilidad de Grossman para construir personajes que siendo bondadosos eran capaces de cometer las mayores atrocidades, que se plasma tanto en lo ficticio del relato como en lo ensayístico: “habían hecho el mal sin querer hacer el mal”.

Vasili Grossman era periodista, y como tal también nos muestra dos realidades muy crudas del estalinismo: los campos de trabajo de mujeres y la decisión de matar de hambre a los ucranianos y a sus hijos. La primera solo trae a la mente el horror conradiano y la segunda la demencia a la que puede llegar el hombre. “¿Tiene razón Hegel? ¿De veras todo lo que es real es racional? ¿Es real lo inhumano? ¿Es racional?”, se pregunta el escritor ruso. Todo fluye es definitivamente un testimonio histórico imprescindible que sin embargo deja la impresión de que hubiera sido mejor separar lo ficticio –magníficamente escrito– de lo ensayístico e histórico.

“Cumplía con su deber, no ajustaba cuentas, escribía denuncias por instinto de conservación. Ganaba un capital más valioso que el oro y las tierras: la confianza del Partido. Sabía que en la vida soviética la confianza del Partido lo era todo: la fuerza, el honor, el poder. Y creía que su mentira servía a una verdad superior; a través de la denuncia veía incluso la verdad suprema”.

“Para matarlos, era preciso declarar: los kulaks no son seres humanos”.

“Pero algunos campesinos habían enloquecido, solo hallaban paz en la muerte. Se les reconocía por los ojos, brillantes. Estos eran los que troceaban los cadáveres y los hervían, mataban a sus propios hijos y se los comían. En ellos se despertaba la bestia cuando el hombre moría en ellos”.

“El principio milenario según el cual el desarrollo de la cultura, la ciencia y la potencia industrial se obtenía a la par que crecía la ausencia de libertad –principio puesto en práctica por la Rusia de los boyardos, Iván el Terrible, Pedro el Grande y Catalina II– alcanzó su victoria plena con Stalin”.

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