Filosofías nacionales

Por Joaquín Hernández Alvarado
Guayaquil, Ecuador

En los inquietantes días del año 1968, un filósofo peruano venido de ámbito disciplinar de la historia de las ideas y del pensamiento analítico, – Augusto Salazar Bondy-, publicó un pequeño libro en editorial Siglo XXI de México, titulado, ¿Existe una filosofía de nuestra América?. El impacto del libro en los medios filosóficos y políticos de la época en América Latina fue enorme. «Dependencia», «Alienación» eran los vocablos de moda que se repetían en el libro para explicar entre otra cosas, por qué no había habido en nuestra región un pensamiento original y característico, expresión de nuestra identidad como cultura. En el libro de Salazar confluían las corrientes de la teoría de la dependencia (publicados por editoriales de nombres provocadores, hoy nostálgicos, como Cuadernos de Pasado y Presente o la misma Siglo XXI) y la teología de la liberación. En ambas corrientes había un giro de atención, de contenidos y metodológico, hacia América Latina, germen de lo que después sería la exigencia de filosofías nacionales.

Salazar planteaba un diagnóstico doble, no coincidente, de la situación de por qué no existía filosofía en nuestra América: uno, ortodoxo, en que no podía haber pensamiento original en situación social de dependencia. Otro, menos unilateral y más complejo, que centraba la explicación en la falta de enraizamiento de la filosofía en la cultura. En el año 1973, Salazar que dejó la Universidad Nacional de San Marcos y se fue a colaborar con el gobierno de Juan Velasco Alvarado, publicó su último libro, una colección de ensayos sobre diferentes autores del pensamiento analítico: Russell, Moore y el I Wittgenstein. Poco después murió y su viuda retornó definitivamente a Europa.

Las décadas de los ochenta y de los noventa fueron fecundas para el pensamiento en general, aunque no para los proyectos de quienes pretendían hacer filosofías nacionales. La complejidad cultural y la crisis del concepto de nación pensado como unidad, más ideológica que conceptual y que por tanto elimina las diferencias, fue uno de los factores que puso en crisis ese proyecto. Otro, la nueva visión sobre el poder relacionado con la vida biológica – la biopolítica- y con la cultura cotidiana, indiferente en su ejercicio de dominación al signo ideológico de los que lo ostentan. Y finalmente, para no hacer demasiado largo este ejercicio, el «giro lingüístico» – las cosas son fundamentalmente palabras – y la búsqueda de reconciliación a nivel de filosofía moral de justicia con «eticidad» o la vida buena de raigambre aristotélica – hegeliana.

El problema es de los que se quedaron en los años sesenta. Que no fueron hasta el final de los autores que en su momento fueron en mejor o en menor grado, -la frase es de Honneth-, «botellas lanzadas al mar», es decir luces de un faro que pretende alumbrar en la confusión de la noche y del oleaje. Si hubiesen ido hasta el final de sus textos, no seguirían repitiendo lo mismo. Más grave sin embargo es el daño en las generaciones más jóvenes que siguen soñando en los sesenta.

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