Por Bernardo Tobar
Quito, Ecuador
Para ser analista hay que saber, naturalmente, analizar. Y el arte del análisis consiste en tomar el tema, sintonizar con la percepción de la audiencia a la que se quiere llegar, apropiarse de la reflexión sencilla y común a tal público, y enredarla para que el producto final, empaquetado con fraseología y lógica circular, aparente la gravedad, la complejidad y la dificultad digestiva propia de los expertos. ¿Qué habrá querido decir? Si esta es la pregunta que queda flotando, es que un analista habló. Y predijo. Y sentenció. Y la predicción de un analista que se precie de tal es, las más de las veces, negativa, reveladora de aquella pieza del rompecabezas que no encaja -¿acaso hay rompecabezas perfecto?-, con la puntería de un sabueso que olfatea la exacta ubicación de la presa herida, del gallinazo que huele la descomposición.
Si alguien duda que se acerca el Apocalipsis, llamen a un analista que explique el calentamiento global. Si hay que confirmar la corrupción en el manejo de la cosa pública, basta con preguntarle al analista. Y el analista demostrará que los políticos son torpes, que los empresarios son desalmados, que los sindicatos son abusivos, que el Imperio decae, que el euro se hunde, que la prensa no es objetiva, que la Iglesia pierde fieles, que Apple financia empleo indigno en China, que hay una conspiración en ciernes, o la agudísima observación de que la inseguridad campea.
Contar cosas buenas no es rentable, no jala audiencia. A nadie llamaría la atención enterarse que la Tierra no saldrá de su órbita ni dejará de girar alrededor del Sol. El morbo colectivo pide sangre, denuncia, el vaticinio del fracaso, algún aguafiestas que le de voz a la silenciosa y desarticulada protesta, porque la queja es el más popular de los pasatiempos. El analista típico es un Robin Hood que le arrebata errores marginales a su víctima para alimentar la maledicencia de su público; y al igual que ese ladrón de ricos, el analista se alimenta de los que tienen poder o iniciativa, casi un parásito intelectual que no tendría tema si los gobernantes no dijeran pendejadas. Pero la palabra mal usada es un arma de destrucción masiva. Y repetirla, aun para evidenciar su bajeza, es como remover el bajo fondo de un estanque cristalino en búsqueda de la piedra infame: se acaba enturbiando el agua con el lodo de la duda. Un hombre aprisionado por sus dudas, sus temores, sus desconfianzas intangibles, está más lejos de la libertad que un recluso tras barrotes de acero. Y un hombre que conserva la pasión y el sentido de la vida, sigue construyendo aún desde el limitado espacio de su celda, como Mandela o Victor Frankl.
Hace falta la palabra constructiva. Hay que devolverle a la gente la alegría de vivir, la confianza de que el futuro no está descartado, de que las posibilidades abundan, que las oportunidades esperan a cuantos quieran conquistarlas, que por cada indeseable que se roba titulares en los medios hay miles de personas que hacen lo que deben sin ser notados, que al hacer leña del árbol caído salpican astillas que impiden ver la belleza del bosque. Hay que devolverle el entusiasmo a los micrófonos, a las páginas editoriales, al afán de cada día.