Amores finos

Por Aníbal Páez
Guayaquil, Ecuador

Con una sala casi llena, se estrenó en el teatro Centro de Arte el musical Amores Finos. La obra, con gran soporte en el audiovisual y la música en vivo, trae a la escena guayaquileña el tema montubio con una mirada que intenta alejar la machacada idea del lumpen montés que mucha de nuestra televisión se ha encargado de posicionar -y lo sigue haciendo- desde hace más o menos diez años.

Y es muy importante hacer énfasis en la mirada, como punto de partida para tratar de analizar un discurso artístico que implica siempre una construcción de sentido propuesto desde un lugar, es decir, ese “alguien” que construye, a partir de sus referentes la “idea” del “otro”.

En coherencia con esa intención de elaboración de sentido, me arriesgo a apuntar que aunque meritoria en la búsqueda de un lenguaje acaso más contemporáneo, persiste una mirada romántica y superficial del hombre del campo, sostenida de forma pintoresca en el uso del amorfino y la exposición de una forma de vida con códigos distintos a los que operan en la ciudad.

En esa vía, el espectáculo logra cierta versatilidad de recursos que lo hacen formalmente entretenido y digerible, aunque sin llegar a profundizar demasiado en los diversos elementos que complejizan la dinámica, en esencia contradictoria, de la relación campo-ciudad; hacendado-peón, etc, más  allá de las diferencias en el ámbito estrictamente tecnológico o cultural.

Debemos apuntar,entre los aciertos de la puesta en escena, la participación impecable de Bambú ensamble, agrupación musical comandada por Schubert Ganchozo que brilló con luz propia en cada intervención. De la misma manera, cabe resaltar el uso del vídeo como recurso escenográfico que intenta dialogar con las otras dramaturgias del espectáculo,en un afán integrador de los lenguajes  escénicos/audiovisuales, que tienden cada vez más, a presentarse complementarios y asociados en función de la interdiciplinariedad de los nuevos discursos espectaculares.

Sin embargo, debo subrayar la fragilidad que aun tiene el trabajo en la cohesión de sus partes. Construido a partir de un guion hecho a la usanza televisiva, hereda pues el tono actoral ese mismo registro, que riñe a momentos con la poesía musical y el bien logrado trabajo audiovisual, siendo, a mi modo de ver, el punto flaco de la puesta en escena, por la ausencia además de un trabajo consistente a nivel del diagrama espacial de los actores, salvando, por supuesto, la intervención de los bailarines del Centro de Arte que mueven la escena y dan respiro.

Más allá de la eficacia o no de su propuesta, Amores Finos sitúa al montubio en un sitio más digno, aunque ingenuo todavía, del propuesto por el tristemente célebre “Mi recinto”.  Eso es un hecho a resaltar. Su aproximación a la exposición de uno de los conflictos más severos de la realidad ecuatoriana como lo es la migración en su versión de explotación y abuso, está presente también aunque no escapaal  tono trivial que signa la obra.

Considero que la mirada, la de sus creadores, no logró desmarcarse de la estampa folclórica para turistas, y nos entrega una fábula que hace un guiño a la raigambre colonial que nos habita. Sin embargo, existe un riesgo en la búsqueda de un lenguaje distinto, y eso nos habla de un cambio, ése mismo cambio que hace que en nuestra ciudad, se presente, a pesar de todo lo que podamos decir, una obra que sitúe como protagonista a un personaje históricamente marginado del árbol genealógico de buena parte de Guayaquil.

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