El paradigma destructivo

Por Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

Nadie hace mejor propaganda de la corrupción en el Ecuador que los candidatos a cualquier cosa, pues se llenan la boca hablando de manos limpias, como si la honestidad no fuese el mínimo indispensable para cualquier asignación laboral, y la miseria moral fuera la nota más distintiva de esta república suspendida sobre la cuerda floja ecuatorial. Luchar contra la corrupción es el lugar común prioritario de partido de cualquier signo, como si los ecuatorianos la lleváramos en la sangre y erradicarla fuera tarea de envergadura comparable a quitarnos del ADN las señas del mestizaje.

Y ya en el poder, quizás con buenas intenciones, hacen todo lo posible por confirmar la mala prensa que hicieron. Como sí estuviéramos infestados de cucarachas, cada gobierno inventa su particular organismo de control de plagas, secretarías, comisiones cívicas, consejos de transparencia, con la misma profusión con que expanden las telarañas regulatorias y sus viudas negras, los inefables permisos, licencias, innecesarias autorizaciones y cuanta actuación burocrática se les ocurre, lo que inevitablemente desemboca en un sembrado de minas, y en la bonanza inconfesable de quienes lucran desactivándolas.

Si las decisiones dependieran más de los consumidores que de las autoridades, más de la competencia que de los controles, más de ciudadanos emancipados que de tutores públicos, acabaría gran parte del mal por su raíz. El ciudadano con opciones para escoger, no vuelve donde lo tratan sin ética. No es coincidencia que los países menos corruptos sean invariablemente aquellos con economías más libres.

Y está, como no, el morbo, esa mediocridad extendida que se enaltece cuando sospecha que hay otros peores, reales o inventados, pues basta para el efecto la estela de la calumnia. No hay peor corrupción que suponerla en otros; no solamente por el daño a la reputación ajena, sino también por la contaminación general del ambiente, que se carga con cierto hedor -especialmente si se esparce desde tribunas públicas-, con la sombra de la sospecha, bajo la cual casi nadie ni nada alcanza su mejor brillo. ¿Cómo acabamos la corrupción si no hacemos más que hablar de ella, exagerarla, generalizarla, machacarla en el inconsciente colectivo todos los días? ¿Qué respondería un niño de 10 años, luego de escuchar una semana la radio, la televisión, las cadenas oficiales, si le preguntasen qué es lo que abunda en el país? ¿Diría que monjitas de la caridad? ¿Cuál sería su sentido de lo ordinario y tolerable en nuestra cultura?

Recuerdo cuando hace varios años algún extranjero dijo lo que hoy muchos políticos, que algunas sentencias se subastaban -premonitorio anuncio de Chucky 7-, y tuvo como consecuencia que tomar las de Villadiego, antes que la dignísima reacción nacional diera con sus huesos en alguna mazmorra. ¡Vaya sentido de la dignidad en el manejo de los asuntos públicos!, la verdad vale según quien la dice, esa verdad que en boca de extranjeros es ofensa, y en boca de falsos patriotas, votos. Hay mucha antropofagia cultural y poca palabra constructiva, inspiradora, unificadora, la que fin de cuentas distingue a los líderes.

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