Por Alejandra Coral
Quito, Ecuador
No hay nada nuevo por crear. Todo está dicho. El buen escritor lo sabe y se aprovecha y saca ventaja de eso. El verdadero arte no está en intentar crear algo que nadie ha creado (donde los resultados, generalmente, son prepotentes y poco acertados). No. El verdadero arte consiste en crear una vista completamente nueva y diferente de algo que ya existe. Del amor, por ejemplo. O de la rebeldía. Y eso, precisamente, es lo que hizo Iván Mora Manzano.
Al salir de la sala de cine, me sorprendió leer y escuchar adjetivos como trillado para referirse al guión de la ópera prima del director ecuatoriano. Sin otoño, sin primavera no cae, en lo absoluto, bajo ese concepto. Y el logro está en el tejido casi perfecto de historias que se apoderan de la pantalla manteniendo un suspenso un tanto morboso sobre esos nueve personajes que parecen haberle perdido el sentido a la vida. En la sala de cine, en cambio, me sorprendió presenciar tantas risas de adolescentes en cada escena de contacto físico, sentir tanta incomodidad de la mujer de al lado que no dejaba de ironizar en cada diálogo libre de tapujos, y por último, escuchar la justificación del señor de la fila de atrás de que “así son allá” (refiriéndose a Guayaquil) cuando surgió una escena de sexo. Como si el tener sexo fuera cuestión de algo local. Me sorprendió y me entristeció. Sin embargo, ahora no pretendo profundizar en la moral o vergüenza ajena. Sólo queda reflexionar.
Este filme no es, tampoco, el retrato o el espejo de una generación. Escribir sobre lo que no se sabe, haría cometer el pecado de dibujar algo bajo ciertas características preestablecidas por la opinión de los medios o por los resultados de un estudio social. Escribir, en cambio, sobre lo que sí se conoce, permite navegar de manera más ancha alrededor de una realidad más intrínseca. El director contó lo que sabía. Lo que vivió.
Sin otoño, sin primavera tampoco es una postal de Guayaquil. Las historias que allí se desenvuelven, las ideas que se cocinan, las decepciones que se viven, el lenguaje que se habla, son aplicables a muchas otras ciudades. De Ecuador y de afuera. El éxito de esta película es que no se estaciona en un parqueadero local, sino que hace que el espectador sea quien se estacione en el filme. Y esto logra que el producto de Mora Manzano sea exportable.
Todos en algún momento de nuestra vida nos hemos sentido perdidos, y ese limbo existencial puede expresarse de múltiples formas. El filme nos muestra nueve historias, sí, pero muchas más maneras de manifestar esa angustia incomprendida. Esto, precisamente, porque el ser humano es complejo y un camino nunca es suficiente para encontrar la salida. En este sentido, y sin querer caer en la minuciosidad de sumar o restar posibles clavos flojos en el casting, aplaudo el desarrollo y creación de los personajes. Con más o menos fuerza, todos, en su conjunto, mantienen una gran armonía en la pantalla. Sin embargo, sería un descuido no resaltar a los tres mejor logrados e interpretados: Paulina Obrist (Antonia), Enzo Macchiavello (Lucas) y Ángela Peñaherrera (Paula). La fotografía, la dirección y la banda sonora son otros de los aciertos.
Iván Mora Manzano sabía lo que quería y logró entregarnos un cine que permite respirar. Un cine que se atreve a dar un paso más allá de lo que solemos ver en el país y, principalmente, un cine que cumple a perfección con su cuota original: contar una historia. No aleccionar, como muchos piensan esperando encontrar un mensaje al estilo de las Fábulas de Samaniego. Sin otoño, sin primavera, en cambio, logra que el espectador se reconcilie con sus miedos y sus dudas y se sienta, de una manera ambigua y a la vez cercana, reconocido en algún momento de alguno de los personajes. Es una película que sin mayores pretensiones, logra más de lo que promete.
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Alejandra Coral estudió periodismo en Quito y actuación en Barcelona. Escribe en varias revistas ecuatorianas y trabaja en su primer largometraje. Su texto ha sido publicado originalmente en el portal Ache.