Ida y vuelta

Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

Los gitanos, que se adjudican la propiedad del soniquete y han adoptado el duende de Lorca como si lo hubieran capturado durante su trashumancia desde la India, hicieron de la península Ibérica puerto. Pero ya en el camino, probablemente cruzando el Bósforo en su paso hacia Europa, dejaron huellas de soleá, que cinco veces al día se rompe desde los minaretes islámicos. Y los árabes, tan dados a reciprocar, con eso del ojo por ojo y soléa por seguiriya, les enviaron más notas oscuras, las que hacen la dimensión musical del flamenco, desde, Tánger, Argelia y Alejandría, con la carga de sensualidad que solo esta última ciudad puede aportar.

Algunos cargamentos de arte fueron retenidos en tierras andaluzas, especialmente en Granada, donde los moros tuvieron más años y calma que en el resto de España para imprimir sus acentos, como testifica el Manuscrito Carmesí de Antonio Gala.

En el norte, Galicia, , Cantabria, País Vasco o Asturias, donde los árabes llegaron tarde, mal y nunca, y la reconquista se originó, la influencia musical asociada con aires del sur del Mediterráneo tiene cierta resistencia.

Así se fueron fraguando las raíces de los palos –o diferentes ritmos como dirían los payos- más jondos, genuinos, que admitirían también variantes más ligeras, influidas por los romances castellanos y la copla, que dieron origen a las sevillanas o la rumba, hijos adoptivos de la Niña de los Peines, cantaora emblemática de principios del siglo pasado. Pero apenas empezaba a configurarse este género musical, pues es en la segunda mitad del siglo XIX y sobre todo en el siglo XX cuando América termina de ponerle piel a lo que hoy conocemos como flamenco. Porque el flamenco es mestizaje, es trashumancia, es ida y vuelta. Ahí está el tango, en su versión de arrabal porteño en la voz de Gardel, o en su primo extremeño con Remedios Amaya, ambos con similares acentos de compás, herederos del tsangeafricano –aunque muchos niegan parentesco-; y como desde o hacia América había que pasar por Cádiz, allí se naturalizaron las alegrías importadas del Caribe, que toman de esta región el tiri ti tra tan rítmico, fresco y desenfadado mientras mantiene la complejidad del tres por cuatro de la quintaesencia del flamenco, la soleá, cuyo compás acelera con el brío de la América joven. Y así nutren al flamenco la guajira, la colombiana, el bolero, como lo hace el cajón peruano que Paco de Lucía incorporó por primera vez y que hoy se ha convertido en un instrumento indispensable.

Pero esta amalgama de culturas e influencias que es el flamenco, como lo es la tierra donde finalmente arraigó su semilla, España, conserva algunos rasgos que lo distinguen y definen frente a cualquier otra expresión musical: la primera, que no solo es música, sino el culto de una raza, porque los gitanos, sus mayores exponentes sin duda, no suben a un tablao a interpretar, sino a perseguir su identidad; la segunda, las notas oscuras, casi una dimensión alterna de las claves armónicas convencionales; y sobre todo, que su estructura precisa de la improvisación, y no hay partitura que supla aquello que Lorca definió como creación en acto, el duende.

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