El humor, cosa muy seria

Bernardo Tobar Carrión
Quito, Ecuador

Reírse en toda ley debería ser una obligación diaria, tan rutinaria como el tributo digestivo al trono, pero en las ironías de la educación formal se castiga la hilaridad y premia a los niños con caritas felices en un papel a cambio de que mantengan cara de confesionario en carne y hueso. Nos enseñan de todo, matemáticas, historia, física, pero no a reír, como si hallarle la gracia a lo cotidiano no fuera un arte mayor. Se dirá que es natural, tanto como llorar, pero lo cierto es que padecemos mucho y reímos poco, porque sufrir es bueno, la mortificación purifica, cuidado nos tomamos lo del infierno a broma. Cuánto escuchamos por saludo la frase luchando como todos los días. ¿Alguien ha escuchado un disfrutando como siempre? Inconscientemente utilizamos un lenguaje desdichado.

Al muchacho que se deja ir en una carcajada deberían hacerle compartir el motivo de tan sonoro desorden mandibular para solaz de todos los presentes y comprobación del talento que seguramente posee quien se atreve a romper la rigidez del salón de clases, exponiéndose a la ira del maestro. No son de fiar quienes se ríen poco o padecen de estreñimiento humoral, esos meapilas que apenas sonríen sin digerir la broma ni cagarse de risa; quien no le encuentra o le inventa la gracia a las cosas que no la tienen, tampoco la lleva adentro.

Oscar Wilde medía el talento por el humor: «es lo suficientemente sensato como para hacer tonterías de vez en cuando», escribió. Porque ejercitar el cerebro fuera de los moldes, en afán terapéutico, para subyugar al ego, cuestionar nuestros propios paradigmas y estimular el flujo espontáneo de nuestros pensamientos, es una de las formas más inteligentes y útiles de hacerse el idiota. El error, riesgo inevitable al abrir todo camino inexplorado, alecciona más que el acierto, beneficio añadido para quienes optan por dejar la supuesta seguridad que se encuentra en la repetición de lo patrones conocidos.

Pero siempre está presente la aspiración a la perfección -¡vaya petulancia!- o el miedo al error, dos complejos igualmente paralizantes que, a pesar de las buenas intenciones, cultivan padres y profesores en los niños de manera tan eficaz, censurando la espontaneidad con reglas de compostura, coartando la exploración más allá de los límites y haciendo énfasis en una pedagogía basada en la repetición, adoptando poses de autoridad modelo, sin despostillado posible, mientras barren las imperfecciones debajo de la alfombra como si sus hijos y pupilos no fueran a notarlo. El humor es imperfección. La educación puede haber cambiado en estilos pero sigue siendo en su mayor parte pura información combinada con ejercicios analíticos que cultivan el cerebro izquierdo, el que no halla conexiones sin evidencias, el que no inventa, no cree, ni intuye el todo, ni se ríe.

Para Churchill pocas cosas eran más serias que una broma. Y si pensamos en el lado cómico de nuestra propia existencia, veremos que cada uno tiene ante el espejo la mejor broma posible. Habrá que dejar de tomarse tan en serio para empezar a disfrutar de la ilimitada posibilidad de reírse de uno mismo, origen del auténtico humor y llave de una existencia más feliz.

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